La ciudad no existe

Empieza como una canción que casi no recuerdas. Va desfilando por tu memoria como un amasijo de calles no del todo ordenadas. Es una fiera extraña por su actitud gentil y doméstica.

Empieza como una canción que casi no recuerdas. Va desfilando por tu memoria como un amasijo de calles no del todo ordenadas. Es una fiera extraña por su actitud gentil y doméstica.

Me refiero a esa ciudad en la que pasaste tantos inviernos. Últimamente, lo sabes, no vas tan a menudo. Y eso desconfigura tu recuerdo, le pone otra ropa, la desenfoca cada vez que piensas en ella.

Las ciudades son un ejercicio, un acto de presencia, un compromiso. Cada tarde que no vuelves a casa por una u otra de sus calles, la ciudad de tu infancia apunta tu ausencia y te despoja de ciertos derechos. Ese derecho a sentirse juez y a veces parte de su destino, del interior cansado de ciertas cafeterías de barrio, del azul gastado de los escaparates.

Cada vez que vuelves (a mi también me pasa) la ciudad está celebrando esta fiesta o aquella. O quizá asolada por una nueva forma de confinamiento, quién sabe. Pero no desprende ese aroma a lunes por la tarde, saliendo de clase de ajedrez y comprando un cruasán relleno de jamón y queso recién hecho. No se acompasan las luces naranjas a tu deambular errático a la vuelta de casa de algún amigo. No te arropa su soledad magnífica ni te llama un camarero por el nombre de tu padre.

La ciudad que recuerdas ya no existe porque tú no existes. Te has subido a lomos de otras inercias y de aquello solo te queda alguna camiseta que usas para dormir de vez en cuando. La densidad del aire es un muro de distancia y tú también lo arañas con un palo finísimo. Y pones una fecha. Dios sabe por qué motivos.

Compártelo