El cielo acotado

No me lo podía creer. ¿Cómo había fallado eso, cómo? Yo tenía ocho años y no acertaba a comprender lo que acababa de suceder. Ante mis ojos, casi de madrugada, Roberto Baggio mandaba un balón a las nubes y, paradoja, Brasil tocaba el cielo. Primera noción de aeronáutica. Era el 17 de julio de 1994, un mundial de fútbol se extinguía y mi verano en Luarca seguía adelante aunque no fuese a cambiar más cromos. Tenía ocho años y las rodillas manchadas de hierba. La cocina aún olía a las patatas fritas de la cena y yo salí al jardín con mi pelota verde a ser mejor que ellos, porque habían empatado a cero y, con todo el mundo mirando, era una falta de respeto. Cien tiros a la pared y cien goles, sin fallo. No había portero, claro. Solo un desconchón en la pintura que alguien arreglaría y la promesa de que mañana serían ciento uno, quizá ciento dos. Sería, yo solo, campeón del mundo.

Años más tarde empecé a entender la mecánica de aquel error, el segundo previo a fallar pese a pretender lo mejor. Lo visualizas, tragas saliva, te concentras, aprietas los puños, ya huele a laurel. Y bum, la pifias. Además te quedas con cara de tonto mientras otros celebran, que es casi lo que más duele, porque organizas la fiesta pero luego no te dejan ni quedarte ni verlo desde la puerta.

Antes o después, todos nos enfrentamos a ese momento, uno contra uno frente al portero, al que le muta el rostro con los años. Puede ser tu padre o tu amiga, tu novia, el sátrapa que dice que te paga más de lo que mereces o peor aún, el médico o el juez que te dicen que te lo estás pasando demasiado bien, que frenes, que no les imites. En los segundos previos a patear el balón, cuando todo es silencio, entiendes que hay algo absurdo en ello. Hace años alguien decidió inventar una portería y medir el éxito en una superficie cerrada, haciendo de la suerte un club selecto, como si todo lo que rodea a esos postes no fuese lo mismo o mejor que lo que encierran, porque nadie lo define ni lo limita. Bueno, hay quien lo llama “fuera”, pero es un lugar tan grande que se podría llamar “planeta”. Dentro, triunfador. A dos centímetros del poste, fracasado, tuercebotas. Recoja usted sus cosas, váyase a casa. Segunda noción de economía.

Hay belleza en los errores, mucha. En reírte de tu torpeza antes de que lo haga otro, la risa en defensa propia no vaya a lo tonto esa sonrisa que te haga daño. En resbalar y no saber bailar camino del suelo, en dibujar fatal y presumir de ello. En los desastres magníficos, que dirían Basil y Zorba, bailando un sirtaki antes de predecir el futuro en una pierna de cordero, que es más útil que una bola de cristal porque miente igual pero no te deja hambriento. No queremos ser perfectos, señor, no moleste, déjenos en paz. Solo queremos seguir bailando.

El nueve de julio de 2006, Italia llegó de nuevo a la final de un mundial. Jugó contra Francia, pero esta vez se equivocaron y terminaron venciendo. Sí, penaltis otra vez, menuda broma, ¿eh? Yo no estaba ya en Luarca, y espero que quien tenga ahora esa casa haya pintado la pared y cuidado el césped de mi infancia. Si no, lo mataré. Palabra. El nombre de quien marcó el gol decisivo no nos suena tanto como el de quien falló 12 años antes, porque quiso ser un hortera y ganar a toda costa. Al final, quedó sepultado por el colectivo, en el abrazo corporativo. Ganamos es plural, pierdes es singular. Cosas de la lengua, supongo, de querer acotar lo que no se puede. De no entender la tercera noción de la vida; que, muchas veces, la belleza radica en el intento.

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