Lóbulo atemporal

   Repasar fotos antiguas debería contar con su propia categoría dentro de esa masa poliédrica que es el sadismo. El noble y bello arte del dolor elegido ahora en papel satinado, aproveche nuestra oferta, hay dos por uno. Es un deporte de riesgo, porque vuelves a ellas buscando el cobijo de un momento cálido y lo mismo encuentras ese tesoro aún reluciente como te llevas una puñalada en las costillas, donde más duele. Curioso mecanismo el del recuerdo, mano de hierro vestida de seda. Dicen quienes tienen tiempo y valor suficientes para estudiar nuestros cerebros que, con el paso del tiempo, nuestra memoria, en un amable ejercicio de piedad, suaviza los bordes de lo vivido y deja como poso no tanto lo sucedido como lo sentido. Un sastre eficaz, precioso traje a medida. Recordamos dónde, con quién, por qué. Pero sobre todo, cómo. Pueden menguar el decorado o los secundarios con frase, borrarse los colores de una camisa o esfumarse la hora del delito en el reloj del fondo, pero nunca olvidarás qué sentiste al morder aquel labio o al bailar junto a ese acantilado. Por eso vuelves a esa foto, iluso, para ver si aún queda algo, para reconstruir el crímen. Para comprobar si las olas rompen todavía junto a esas rocas, si al irse la espuma sigues haciendo pie. Vuelves porque necesitas saber si sigue encendida la luz de aquel faro.

   Pienso que existe un lugar donde han ido a parar todas las instantáneas que este último año nos ha negado. Un almacén enorme y frío donde un ejército mecánico de color gris apila cajas en silencio mientras, en un despacho con una bombilla amarilla, un señor teclea siempre al mismo ritmo. Qué aburrido eres, metrónomo. Pienso que un día cercano se agotará el espacio y que todo lo que allí duerme despertará de repente. Sí, habrá un golpe de estado. La vida resucitada contra un oficinista amargado. ¿Quién detiene una avalancha con las manos? Pienso que, entonces, habremos ganado, que todas esas fotos tendrán sentido. Que el blanco y negro seguirá diciendo siempre la verdad, que veré al sepia hacerse carne y pintarse los labios de rojo, que habrá una hemorragia de cielos azules para todos. En los carretes sin revelar esperará el mayor de los premios, porque mejor que regresar a  lo sentido es notar ese pellizco al construir lo que aún no se ha vivido, mirando una imagen ahora recién nacida y jugando a inventar el futuro prometido y merecido. Caminar por esa calle, escuchar una canción que aún no se ha compuesto. Sí, un castillo en el aire, nubes en vez de ladrillos, pero eh, mira, ya baja el puente levadizo. Dame la mano, en ese foso ya no hay cocodrilos.

   Lo que imaginamos nos pertenece tanto como el aire que respiramos. A veces, solo a veces, podemos desear a propósito, domando a la bestia y escogiendo dónde vivirá nuestra próxima cicatriz. Imaginar es el lujo de decirle a tu asesino dónde te sentará mejor ese disparo, es invocar la caricia aun sabiendo que quizá te acabe rozando una mano fría. Imaginar sabiendo que luego recordaremos, que nunca olvidaremos, es de valientes. Lo es. Eso creo.

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