Envejecer muy mediocrín

Viví en Manchester un mes, concretamente el de julio, teniendo 21 años y siendo un cautivador y turgente recipiente de libido desbordándose, derramándose por el exterior del bote, manchandolo todo a su arrastre. El asco más rico era yo. Fantasías sexuales sin parar en cualquier medio de transporte; incluidos los pies. Era moverme y comenzar a sentir el furor. Permanentemente excitada por el mero hecho de vivir. Un horror, la verdad. Me siento tan desvinculada de aquel yo cachondón que siento vergüenza ajena.

En las puertas de las casas de Manchester había gatos naranjas muertos. Yo recorría todo el trayecto a pie desde Saldford city, el colegio mayor en el que me alojaba, hasta el centro de la ciudad, concretamente un square cuyo nombre no recuerdo y donde Cintia, mi ración individual de amistad (Fight club wisdom) y yo íbamos a probarnos jabones a un Lush de la zona. Fun just for free.

La idea era conseguir un trabajo y aprender inglés. Yo conseguí una aventura ilícita con un manchego doble de luces de Beckham, una falda vaquera muy cool del Marks and Spencer y un acosador sexual malayo que, paradójicamente, era la persona más asexuada que te puedes echar al rostro.

La vida pasaba como en una balada juvenil de los ochenta en Madrid. Labios de fresa sabor de amor culpa de la fruta de la pasión todo el rato. Si he vivido fugaces momentos de eternidad, como un álbum de greatest hits al que recurrir en momentos de ciclo nostálgico-hormonal, el repertorio más prolífico lo compuse allí.

Ahora que el ocio se está reconvirtiendo, tal y como vaticinó Mark Renton, te guardas el tesorito lleno de polvo en un rincón del armario del vestidor y un sábado por la mañana lo sacas a pasear utilizando metáforas de ancianita como estas. Empezando a oler tu misma un poco a naftalina. Y te sabes vieja. Y lo eres. Pero no del todo.

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