La maman et la putain

Cuando vendía bombones en el aeropuerto del Prat -Bukowski hubiera estado orgullosísimo de mi currículum vitae- existían a mi alrededor más personajes estrafalarios recurrentes que en el plantel de una serie familiar patria de éxito (cuantos más adjetivos cuelgues a continuación mayor crecimiento exponencial de la cutrez) estilo Here there is no who live.
Paralelamente a mi carrera como promotora -Miss Willy Wonka, me llamaban – del cacao maravillao, para mimetizarme con el full cast de aquel hábitat decadente, viví una aventura clandestina con un chico muy joven que conocí porque había hecho las prácticas en la copistería de un amigo. Mientras redacto noto como el rubor se extiende desde la yema de mis dedos hasta dormirme un poco las muñecas y dejarme gagá. Tecleo pastosa y amanerada relatando mi batalla como señora Robinson y me asombro de ser tan fiel a la verdad. Me dejo llevar como quien posa la manita sobre el culo de un vaso de chupito en un tablero de ouija.
El chico tenía 23 y yo 32. Como siempre he poseído un colágeno de calidad máxima y el chaval parecía un homenaje a Sid Vicious hecho piel y huesos, el salto entre ambos no resultaba tan apabullante. Al menos a nivel de edad. De no haber sido yo del tipo curvilíneo, de mujer abundantita, que bien a gusto te gana un concurso de camisetas mojadas en 1986, no habría chocado a nadie la mezcla de elementos. Pero lo cierto es que, con aquellas complexiones nuestras, tan dispares, mi sensación inevitable y permanente, de fondo, era la de ser una teta gigante responsable voluntaria de rehidratar a un drogadicto en pañales. Sexo retrocaritativo.
Marçal – no se llamaba así – siempre me hablaba de su abuelo después de hacer el amor. Supongo que le debía recordar a él. Con los novecientos euros guarros que ganaba yo en los chocolates internacionales, aún reunía y apartaba un tantito para enseñarle lo que era la vida a base de vinotecas. Por supuesto, el crío no soltaba un duro, si bien era digno de apreciar que invirtiese su paga en el bono de transporte para desplazarse desde el Borne a Gracia y comprase un par de Moritz para aliñar la velada cuando era de puertas para dentro de mi casa.
Nuestra historia se diluyó muy fácil y sin dramas. Mucho más elegantemente de lo que se había desarrollado. Sin rencores ni numeritos de alcoba. Con una naturalidad tan madura y correcta que casi parecíamos suecos. Pero si hay una palabra que clausura aquel capítulo de mi vida, resumiéndolo tajantemente, por el impacto que tuvo sobre mi sensibilidad y autoconcepto, fue aquella que salió de la boca yonkarra de Marçal tras un encuentro sexual de sobremesa cuando me arrimé a él en el postcoito buscando reverberación. Y esa palabra es: VAGINEITOR. “¿Dónde vas, Vagineitor?”, me dijo, y de pronto me sentí como una especie de heroína sexual insaciable, como nunca antes ni después me he sentido, como un clítoris gigante y poderoso: “Vagineitor”, pensé, que feo, pero ¡qué fuerza!
Mucho mejor que Lowenstein…

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