El Cíclope Vidente

Si no hubieses dejado de llevar reloj a los 16 años, habrías mirado hacia tu muñeca izquierda para comprobar que habías vuelto a hacerlo, que eres fiel a tu ritual, que has vuelto a llegar antes de tiempo. “Siempre lo mismo, no sé caminar despacio”, mascullas entre dientes mientras te acercas al lugar acordado. Has quedado con ella en la cafetería que ha elegido, una muy antigua cerca del puerto. La esquina del local está lijada por el salitre que flota en el ambiente, casi puedes masticarlo. Has visto eso antes, esa cicatriz en la piedra, en ese pueblo del norte que a ratos dices que te pertenece. Cosas del mar, supones, que roza y no hace prisioneros. Hay abrazos de los que uno no sale indemne. La silla de la terraza cruje cuando te sientas como lo hacía esa mecedora donde tu abuela te contaba historias de la guerra. Le hubiese gustado este sitio, piensas. Hace sol y eso facilita el pasatiempo recomendado, que mates los minutos que te regala la prisa descifrando lo que te rodea. Faltan 23 minutos.

Es un barrio viejo al que han querido modernizar a brochazo limpio con colores que no combinan, como quien implanta una mano biónica en un brazo anciano. Algo no cuadra. En lo que quizá fue una mercería ahora se venden yogures helados y batidos de cien sabores. Unos metros más adelante, un cartel interrumpe el paso al grito de “COMPRO ORO”. Prefieres no mirar hacia esa librería, que contiene las únicas palabras que no debe. “Se traspasa”. Presidiendo la tragedia, y con sus luces brillantes a modo de anzuelo, una casa de apuestas. Tiene las puertas abiertas, esperando engordar su botín con el desfile diario de bolsillos casi vacíos. Los piratas de hoy no saquean islas, les basta con tu cartera y tus esperanzas. Faltan 17 minutos.

Has oído historias de ese lugar, de la gente que rondaba por el muelle. Los barcos y quienes los habitan siempre traen buenas historias, algunos hasta son ciertas. Polizones con barba poblada y navaja afilada, marineros sin rumbo a los que el whisky hacía valientes hasta la próxima pelea. Mujeres curtidas que los despachaban con un beso en la mejilla y un adiós frío, sin emoción. Para qué, eran carne de cañón. Si te fías de las leyendas, cada madrugada allí era otra bala en la recámara y nadie quería ser el siguiente de la lista, hubo demasiados caídos y nadie dedica poemas a los que mueren por rutina. “Fíate de mí, chico, esos adoquines han visto más sangre que cualquier batalla.” Faltan 6 minutos.

No habías reparado en él. Un tipo alto, incluso sentado. Camisa abierta hasta donde acaba un medallón brillante, un pantalón raído y unos zapatos hambrientos. Ha colocado un cartel en su mesa, dice que lee el futuro a cambio de una moneda. Puede que sea cierto, tiene un ojo de cristal, no sabes si por algún accidente con la fauna local o por exceso de celo. Hay quien se toma sus dones realmente en serio. “Llegará a tiempo, no te impacientes”, dice mientras saquea su pitillera metálica. Se te escapa una sonrisa, la hoja de servicios expuesta no dice que lea el pensamiento de regalo. “¿Por qué sabes que espero por alguien?”, inquieres. “Hoy no sopla viento, casi se te puede oír pensar en ella. Estoy tuerto, chico, no sordo. Y no te creas que eres la primera estatua que veo ahí sentada.” Apuras el café. Faltan 2 minutos.

Una silueta se recorta al fondo, crece a cada zancada. Pelo suelto y botas negras. Al levantarte tragas saliva, la silla cruje por última vez, parece una despedida. Miras hacia el adivino, te acercas y rebuscas en tu bolsillo. “De momento has acertado el presente, ¿ pero qué me cuentas del futuro, amigo?” dices mientras le ofreces tu moneda más grande y reluciente, esa que parece un doblón de plata. Te mira de arriba a abajo, casi te atraviesa. Saca otro cigarrillo y golpea el filtro dos veces en la mesa. Levanta la barbilla y deja escapar el humo por la nariz, por un momento parece envuelto en misterio. “Guarda eso, úsalo para comprar flores. Me has caído bien, asi que escucha; idos lejos de estas calles, donde nada bueno crece. Dile algo bueno y sincero cada noche, y no te creas demasiado listo si aciertas, no bajes la guardia. Para empezar, eso debería bastar. Y espabila, chico, ya está aquí”. A tu espalda, como dos disparos seguidos, mueren unos pasos envueltos en perfume. De lejos, la campana de una iglesia escupe sus tañidos. Son las seis en punto.

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