El mundo que viviremos

Después de muchos años, vivo en un piso en Madrid donde entra la luz directa del sol por un ventanal. He pasado por varios pero todos miraban al norte, y cuando me asomaba a la ventana, veía como les entraba el sol a los vecinos de enfrente. Empecé a verlo como un lujo lejano.

Cuando vivía en casa de mis padres, por las mañanas el sol se deslizaba por el blanco suelo de mi cuarto. Si la luz llegaba a la puerta era porque seguramente era tarde y me esperaba un día de agua e ibuprofeno. 

Entonces me parecía que había perdido toda la mañana. Sin embargo ahora, cuando el suelo de madera refleja hacia las paredes la luz blanca del invierno, pienso: “Lo he conseguido”. Cojo un café y me tumbo en el suelo como quien espera que nunca más pase nada.

En ese momento, pienso en el mundo que viviremos, y no es mejor que lo que ya conocíamos. Pienso en que la gente hace cola para devolver un paquete en una tienda de impresoras cuyo principal atractivo es ser “punto Celéritas”. Pienso en que ya no es interesante tener tiendas de libros en los barrios porque es más rentable almacenar miles de ellos en un centro logístico en mitad de la provincia de Guadalajara, te lo empaquete un robot y te los traiga un camión a casa.

Cierran todo tipo de negocios, abren tiendas de fruta y tiendas de uñas. Y mientras la revolución digital nos lleva “series a la carta” a nuestra TV, de paso se lleva por delante miles de puestos de trabajo en todo tipo de empresas.

Conforme me voy bebiendo el café, me doy cuenta que no hay un plan B. Estamos sujetando los papeles de la mesa para que no se vuelen, pero vamos a volar nosotros con ellos. No se si me entiendes.

El sol se ha escondido tras de un edificio, deben ser las 17 h. Desde el suelo, me pregunto si realmente querremos estar en el mundo que viviremos.

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