¡Feos!

Te suele caer mejor la gente a la que te pareces físicamente. Es la esencia solipsista que yace y late en el seno de cualquier humano del primer mundo. Nunca verás una pandilla real constituida por modelos de anuncios de Benetton. Amigos de colorines, como Parchís o las Spice girls. Confecciones impresionistas de afectos impostados al servicio del marketing más panderetero. Porque queda bonito, como una colcha hecha de retales variopintos.

Yo tuve un colega que decía que él no tenía amigos feos. Lo declaraba con la naturalidad de quien comenta con orgullo que jamás se acostaría con nadie de una ideología política opuesta; una premisa socialmente aceptable por casi cualquiera, ¿verdad? A ti te dicen “yo no me follaría jamás a una tía que vote a Vox” y piensas, “bueno, bien”. Pero te dicen, “yo no tendría nunca un amigo bizco, con labio leporino ni michelines” y lo primero que piensas es en Joaquim Phoenix. Lo segundo que piensas es: “Eres una mala persona.” Pero en realidad, ir por ahí haciendo castings de amistades en lugar de dejarte llevar por la fragancia que emanan las flores a tu paso, ya tiene ciertas reminiscencias fascistas per se, independientemente de cuál sea el criterio de selección. Estás separando lentejas conscientemente y cerrándote en banda a aceptar en tu guiso cualquier ingrediente con un aspecto un poco más pardo y anómalo que pueda saber distinto, aunque sepas que no es una piedra. Que no te vas a partir un diente, pero a lo mejor te desconcierta, como un peta zeta entre gominolas con forma de fresa.

Yo una vez compartí piso con un tío muy gordo, con psoriasis, al que le olían violentamente los pies y que, además, era un cabrón. Y no te lo digo para poder aclarar abiertamente que el tío era más feo que cagar; es posible que te lo dijera incluso aunque hubiese sido una persona maravillosamente bondadosa. Mira, no pasa nada, si alguien es feo, es feo. Igual que si alguien es de Plymouth, es de Plymouth, lo puedes obviar o lo puedes reseñar, pero es un hecho.

Mi amigo Emanuel, que era guapo, listo y una persona no especialmente buena, pero tampoco un villano, cuando conoció al feo este, me dijo que no deberíamos haberle dado cobijo jamás, porque los feos (y cito en paráfrasis adornada): “Son peligrosos; sobre todo si es un feo gordo y sucio, totalmente descuidado y derrotado como este. Que no le importa ya nada proyectar esa imagen de asco y que impregna las casas de hedor a depuradora de quesos. Ese tío ya no piensa salir adelante y si está cerca de ti, a todo lo que aspirará será a arrastrarte y hundirte con él. Llevarte a su nivel de bestia circense. Enterrarte en su fango de fracaso.”

Yo había visto El hombre elefante y tenía la idea infantil y hollywoodiense metida hasta el tuétano de que por fuerza debía ser buena gente, como Josef Merrick, Slot o Eric Stoltz en Máscara. Como si las personas se convirtiesen en un pan de Dios a base de hostias, rechazo y deformidad. Cuando lo cierto es que me cayó mal desde el primer momento, porque era machista, ofensivo y medio gilipollas. Su fealdad cliché eclipsó su personalidad de mierda.

Tanto mi impresión como la de Emanuel eran preconcebidas, superficiales y muy inmaduras. Pero ninguna de las dos era mejor que la otra. La gente hoy se pasa la vida deslizando el índice sobre una pantallita táctil, desechando o promocionando tras el primer vistazo del físico de un desconocido. Aun así, sigue estando mal visto que alguien diga de otra persona que es fea. Puedes decir “es idiota”, pero decir que “es feo” está fatal, tía.

Basta ya. Las primeras impresiones son valiosas y están directamente relacionadas con el aspecto físico. A mí hace veinticinco años que me cae mal Chloë Sevigny, ¿y qué ha hecho ella? Nada, ¿pero tú la has visto? 

Pues eso.

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