Los Recreativos Rambo

Cuando íbamos al instituto nos pillaba de camino un salón de juegos recreativos que se llamaba Recreativos Rambo. Por algún motivo, el cartel que presidía la entrada del local era una foto de Rocky. Supongo que el propietario lo entendió todo mal desde el principio.

A diferencia de otras pandillas del instituto, no éramos nosotros muy de saltarnos las clases para quedarnos jugando a las máquinas, si bien todas las tardes, sin falta, a la salida de clase nos acercábamos por allí. En aquella época no teníamos mucho dinero, así que sólo nos daba para jugar una a dos partidas como mucho al día.

En nuestra clase no había chicas, pero todas las tardes, sobre las seis, aparecían grupos de otros colegios. Y en uno de ellos venía una chica rubia de pelo rizado que a mí me gustaba mucho y de la que nunca supe su nombre. A veces, todavía hoy me la sigo cruzando por la calle.

Los primeros cigarros nos los fumamos a escondidas allí, y allí jugamos nuestras primeras partidas al futbolín. Aunque yo no era muy bueno, era la única manera de llamar la atención de la chica de la que hablaba antes. Hacíamos equipos en parejas, y los que iban perdiendo salían e iba entrando otra pareja. Así sucesivamente hasta que por fin entraba a jugar alguna pareja de chavales del colegio de donde eran las chicas. Y entonces ellas se ponían alrededor a mirar. Ellas animaban a su equipo y nosotros las mirábamos a ellas, como si hubiera algo mágico con su sola presencia. 

Fue más o menos por esa edad cuando empezamos a ir a ver películas al cine sin nuestros padres. Si no recuerdo mal, la primera que fuimos a ver fue Braveheart. A mí no me gustó mucho. Me pareció larguísima, claro que tampoco me gustó entonces Pulp Fiction. Me parecía mucho más entretenida Relámpago Jack, que era del protagonista de Cocodrilo Dundee, pero haciendo otro papel que nadie se creyó.

Como no estábamos acostumbrados a tener dinero, no teníamos una medida de lo que era caro y lo que era barato, así que a mí me dio por comparar todo con barras de pan, que era lo único que yo conocía de cuando mi madre me mandaba a la panadería. Así, por ejemplo, pensaba en el precio de las entradas de cine en términos de menos de siete barras de pan.  Luego, si venían las rebajas y la cazadora que quería costaba unas dos mil pesetas, yo pensaba que eso era lo mismo que pagar treinta barras. Y entonces me ponía a pensar si merecía o no la pena la cazadora. El problema vino cuando ese verano llegó al pueblo una chica de Madrid que me propuso ir a verla un fin de semana de primavera. O lo que es lo mismo, un billete de autobús para recorrer los 450 km de distancia (más otro de vuelta), además de los gastos del fin de semana. Muchas barras de pan me parecieron. Y ahí se acabó mi primer acercamiento a lo que luego entendí que era el amor. 

Nosotros nunca supimos bailar, así que cuando nos dejaban entrar en las discotecas luego no sabíamos muy bien qué hacer. La ruta del bakalao acababa de terminar, llegamos tarde –“como a casi todas las cosas”, decía siempre mi compañero de futbolín-. En el centro de la pista, a eso de las once, aparecía los sábados la chica rubia del pelo rizado con sus amigas. No había que ser muy listo para saber que no iban a fijarse nunca en ninguno de nosotros, así que nos las ingeniábamos para forzar encuentros fortuitos con ellas. La puerta del baño era siempre el lugar más indicado, pero entraban y salían de allí sin mirarnos, como si fuéramos invisibles. Algo que posiblemente éramos.

Como las chicas no nos hacían caso, nos enamorábamos de las presentadoras de televisión. Yo me enamoré de Yvonne Reyes. Creo que la primera vez que la vi fue en una revista que me pasaron por debajo de la mesa en clase de Naturales. El profesor estaba explicando que nunca debíamos mezclar espinacas con queso, pues un alimento inhibía al otro, pero yo no le escuchaba. La sonrisa de Yvonne Reyes era como un imán, y yo no podía dejar de mirarla. Hasta besaba su boca a través del papel. Como yo no sabía mucho de amor, fui a pedirle consejo al profesor. Tenía otros amigos a los que podía haber preguntado, pero ese hombre manejaba información como por ejemplo, que no había que mezclar las espinacas con el queso. 

-Mira, yo no sé mucho de Yvonne Reyes -me dijo-, pero sí sé mucho de otras cosas. El agua y la electricidad no se llevan bien, ¿sabes a lo que me refiero, hijo? 

Yo no entendía muy bien a lo que se refería, pero le dije que sí. 

-Voy a decirte una cosa que ojalá me la hubieran dicho a mí hace mucho tiempo: El primer hombre del que se enamora una mujer es de su padre. Yo lo entendí demasiado tarde, ¿me sigues verdad?

Y yo volví a decirle que sí, pero cada vez estaba más perdido. 

-Averigua cuál es el perfume que usa su padre y cómpratelo. Después, escríbele una carta enumerando sus defectos. Luego perfúmala y mándatela a ti mismo. Si aun así, después de eso, sigues queriéndola, entonces hijo, tenemos un problema. 

Cuando salí de clase fui directo a la tienda de colonias y, aunque ahora me parece un poco ridícula la pregunta que hice, por aquel entonces pensaba que la gente mayor sabría ese tipo de cosas, sobre todo, de los famosos. Así que me acerqué a la dependienta y pregunté:

-Por favor, ¿le importaría ponerme el perfume del padre de Yvonne Reyes

La mujer se echó a reír y me dijo que no sabía qué perfume usaba el padre de Yvonne Reyes, pero que me regalaría una muestra de un perfume que se estaba vendiendo muy bien en el día del padre. Y yo regresé a casa la mar de contento. Fui directo a la habitación sin merendar, y me puse a escribir la carta. Saqué un folio y la titulé: “Los defectos de Yvonne Reyes”. Me quedé un rato pensando y me costó bastante encontrarlos y, cuando lo hice, los enumeré: 1) Sonríe siempre, aun cuando no hay motivos para hacerlo. 2) Tiene pinta de que cuando se cabrea, se cabrea mucho. 

Y, por mucho que pensé, no fui capaz de encontrar el tercero. Seguí concentrado en silencio hasta la hora de cenar, pero no se me ocurrió ninguno más. Después metí el folio en un sobre, y rocié todo -por dentro y por fuera- con la muestra de perfume que me habían dado. Por la mañana fui a ver al profesor de Naturales a su despacho. Le dije que ya había terminado la carta. Me preguntó si podía verla. Le dije que sí, y se la di. Recuerdo que se quedó un rato leyendo la lista de defectos que yo había escrito. Después él abrió su maletín y de él sacó un sobre. 

-Yo he hecho también el mismo ejercicio que tú. He enumerado los defectos de Yvonne Reyes. Léelos y dime qué te parecen. 

Yo cogí el sobre, saqué el folio, y tuve que darle la vuelta dos veces porque no vi nada escrito. 

-Pero… aquí no hay nada escrito -le dije sorprendido. 

-Claro que no, hijo. No hay nada escrito porque Yvonne Reyes no tiene defectos.

Esa tarde, como siempre, al salir del colegio volvimos a ir a los recreativos. Lo que no me gustaba de ir por allí era que también se dejaba caer todas las tardes un grupo de pandilleros que se metían con nosotros y nos robaban. Además, siempre lo hacían igual. Se te acercaban por la espalda cuando estabas jugando a alguna de las máquinas de marcianos y te decían que te apartaras y que les dejaras jugar tu partida. Lo normal, en realidad, era que, además de eso, les tuvieras que dar las monedas que te quedaban en el bolsillo para que siguieran jugando después. Se daba la paradoja también de que, como ellos sabían jugar mejor que nosotros a esas máquinas, cuando pasábamos de pantalla y solo nos quedaba una vida, los buscábamos con la mirada para que vinieran a ver si nos la pasaban. Y, si al que estaba jugando lo mataban, no podías decirle nada. Le chocabas la mano como si fuera tu amigo -si es que él te la ofrecía-, y te ibas a otra máquina a ver jugar a los demás. Y ahí entendías, por la rugosidad del tacto de esas otras manos, que la vida, en el fondo, era otra cosa.

Como decía antes, a veces sigo viendo la chica rubia del pelo rizado. Casi siempre va con alguien que supongo que será su marido. Yo no lo conozco, pero apostaría a que es de esa clase de idiotas que ni siquiera sabe lo que vale una barra de pan. A veces, cuando la veo sola, pienso en acercarme y preguntarle si se acuerda de mí, pero luego me fallan las fuerzas y, como mucho, me giro cuando ya ha pasado. A quien sí le gustaría que me decidiera a decirle algo es a mi compañero de futbolín de entonces, al que tanto le hablaba de ella y que a día de hoy sigue siendo un gran amigo mío. Ese tipo con el que nunca gané una partida de todas las que jugamos aquellas tardes de los noventa en los Recreativos Rambo, y con el que ayer quedé a cenar, y que me contó que ahora sufre trastornos del sueño que le provocan ansiedad. Y que, a diferencia de las pastillas de entonces, las que se toma ahora son para bajar la tensión.

-Hay que ver cómo es la vida. Para esto no llegamos tarde. Para esto no, -me dijo, antes de despedirnos bajo la puerta de mi casa, a donde me había acompañado para protegerme con su paraguas de la lluvia que caía levemente anoche en la ciudad.

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