Malas Personas

Su nariz te hacía pensar fuertemente en Barbra Streisand. A veces me sorprendía a mí misma clavándole la mirada en el naso y poniéndome nostálgica al reverberar en mi mente el estribillo de “The way we were…”. Llevaba siempre los labios muy rojos; por lo visto se había agenciado un carmín waterproof de Chanel que costaba treinta y ocho pavos y que tenía uno de esos nombres que anuncian barra libre de coitos: rouge coco flash. A mí me resultaba irónico que alguien que era tan poco de besar, invirtiese un 5% de sus ingresos netos en las propiedades de pigmento permanente de un cosmético de marca. Inmediatamente, hacía el cálculo de la cantidad de vermú Pratti que podría permitirme gracias a sobrevivir socialmente con la barra de labios del Mercadona: quince botellas.  

Sus ojos azules, un poco saltones por el hipertiroidismo eran, sin lugar a dudas, junto con su culo, el rasgo más cotizado y anunciado de su ser. Nos conocimos porque ella se enrolló con un amigo mío con el que había tenido yo mis conatos sexuales en un momento dado anterior y remoto. La década de los veinte en una vida es por lo general, la más densa en acontecimientos y cada año parece de perra. Dos o tres encuentros torpes y cutres, casi por compromiso, también te digo. Como cuando Rachel y Joey se enrollan sólo por hacer todas las combinaciones posibles dentro del grupo de amigos. Por estirar el chicle del flirteo local. Si Friends hubiese durado una temporada más, habría cabido un incesto.

Nuestra amistad nació de una base con visos de conflicto y como todo comienzo lleva escrito su final, acabó igualmente por la irrupción en medio de un tercero con pene.

Si cuentas los aniversarios de pareja a partir del momento en el que se produce intercambio salivar y el equivalente en la amistad es desde la noche que te quedas a solas y una de las dos personas confiesa algo humillante, mientras la otra replica con un consejo más o menos esforzado: fuimos amigas durante seis años.

Dentro de ese tiempo, vivimos juntas dieciséis meses con tres gatos. Suyos. Bastante gordos. Es la persona que conozco que más veces seguidas puede ver Las amistades peligrosas en VHS. Era como contemplar un Monet bajo la lluvia. Ella sentada con su bata de guatiné, sus cigarrillos y su botella de Cavernet Sauvignon despotricando respecto al género masculino, pero odiando a fuego a todas las mujeres del mundo: “la gente es mierda”. Era mi amiga y la quería, pero me daba miedo.

Medía un metro cincuenta y cinco centímetros y pesaba cuarenta y nueve kilos. La habría reventado en un cuerpo a cuerpo, pero cuando tuve que confesarle que iba a dejar el piso que compartíamos, me quedé calva de los nervios. Un poco calva de la coronilla, tampoco nos volvamos locos. Un dibujito ovalado perfecto que visto desde arriba me hacía parecer un campo de heno con un agroglifo.

Para cuando logré emanciparme de aquella bruja, me despedí de ella cara a cara, en una terraza del paseo de Gaudí. Un tiempo antes, cerca de aquella misma ubicación, entre prattis y chistes sobre la ausencia de cuello de Hugh Grant, ella me había advertido: “Soy una mala persona, pero muy mala persona; nunca he entendido por qué pensáis que soy buena.” Y es curioso, porque lo cierto es que nunca me planteé si era o no buena persona. En la lista de rasgos que me resultan interesantes en una nueva adquisición amistosa, amorosa o sexual, la bondad no está entre los primeros cinco. Muy probable y tristemente, ni siquiera entre los primeros diez.

La bondad, diría mi hermana y algún escritor inglés, es como la puntualidad: la cualidad de los mediocres. Además de ser la menos rentable. Ya ves, yo he sido buena toda mi vida y ya prácticamente no me hablo con casi nadie.

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