Lo de Friends

No me siento especialmente orgullosa de que me guste Friends, pero tampoco me siento orgullosa de mi enorme culo ¿y qué puedo hacer? Forma parte de mí y he aprendido a amarlo. Esta querencia con la serie me ha proporcionado grandes momentos de risa blanca y también sinsabores inolvidables y ásperos como lamer velcro. Desde los implantes y las parálisis faciales de Mónica hasta las fallidas trayectorias cinematográficas del elenco completo, pasando por Adam Sandler y la visualización obligada de su cabeza de huevo enmoquetado; sólo por devoción y fidelidad a Jennifer Aniston. Única de los ¡colegas! a la que puedes llamar por su nombre real sin sentir que desconectas el cable afectivo hacia la serie.

Un hito para cualquier fan de Friends, ha sido “The Reunion”. Vendido como un capítulo secuela en el que se relatarían las andanzas del grupo, dieciocho años después del cierre de la serie, y que en realidad es más un autohomenaje que nos sirve en bandeja amarilla la perturbación del contraste entre las imágenes de grandes gags con los veinteañeros frescos, bellos, con pelazo perfecto y sus alter ego maduritos y rotos. Es inevitable acordarse de La muerte os sienta tan bien, cuando Godie Hawn y Merryl Streep – muertas, pero coleando fuerte- son retocadas con pintura en spray especial para cadáveres intentando ocultar los capilares rotos, la piel gris y el rigor mortis.

Friends fue el epítome de la alegría de vivir de los veintitantos. Un canto a la frivolidad y al cachondeo despreocupado de saberse guapo y joven en el centro de Nueva York viviendo en un pedazo de apartamento de renta antigua heredado de tu abuela. Por lo visto los últimos millennials, que la revisaron en su reposición en Netflix, hace tres años, acusaban a la serie de machista, gordófoba, sexista y retrógrada, entre otras cosas. Concentrándose todos esos defectos principalmente en el role de Joey y salvándose exclusivamente Phoebe; personaje que en los noventa estaba sobrecargado de excentricidad y cuyo misticismo openminded es el único que alucinantemente ha envejecido bien. Tanto como la propia Lisa Kudrow, curiosamente la única que no se ha marcado un Picasso accidental en el careto.

Lo mejor de esta sensación de nostalgia en buena parte prefabricada, de este dedo pulsándote el ojo que supone un especial reuniendo a los protagonistas de un hito televisivo, es que la pena auténtica que puedas sentir respecto a la decadencia física – y presumible y necesariamente mental – de los actores, se te pasa rápidamente cuando visualizas mentalmente imágenes aéreas de sus mansiones y te das cuenta de que es más grato llorar mientras te dan un masaje relajante a cuatro manos cada vez que despiertas en Malibú.

 Otra cosa es Chandler. Ese señor cuya boca se ha convertido en un esfínter y al que parece que le está costando un cólico cada sílaba que pronuncia. Hay un momento especialmente dramático en El reencuentro que creo que pasa desapercibido. Cuando todos han ido relatando alguna batallita respecto a cómo escribían chuletitas del guion escondidas entre las naranjas de atrezzo o lo difícil que era a veces situarse en la marca del suelo en un gag físico; Mathew Perry, como despertando de un sueño de cincuenta años comenta que cuando tenían público en directo y él estaba en el centro de algún chiste potencialmente estrella dentro del capítulo, lo pasaba horriblemente mal y apenas podía dormir del pavor que le producía la posibilidad de que nadie se riese. Tras un solo segundo de silencio, Rachel, completamente descreída y tratándole como al típico amigo falaz e incómodo que nadie quería llamar, le espeta: “¡Pero qué dices! Jamás nos comentaste eso.” Robándole de cuajo toda la credibilidad y mutando para siempre su intervención en el especial. La estrella consagrada aplastando al juguete roto. Showgirls.

Pese a este instante Haneke, que nos muestra las dos caras del éxito: dolor y gloria, todavía podemos sentirnos a salvo agarrándonos fuertemente a Ross, centro y foco real del producto, contratado por los productores como reclamo y único actor famoso del proyecto. Ahora, reciclado a director de cine y televisión y entusiasmado con rendir tributo al vehículo que le condujo a la estabilidad económica (risas). Él, con un arco profesional y vital bastante plano, es el único que parece estable emocionalmente, sin ninguna belleza perdida, ni carrera irregular. Ross es el coma de la fama, el equilibrio, es el “ni tan mal” de Hollywood. Ross es el superviviente.

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