Ray Loriga: El Parche de Dios

Hace unas semanas, un amigo me dijo que había visto a Ray Loriga por la calle con un parche en la cara. Ahora sabemos por qué. Recientemente, Ray ha concedido una entrevista en la que ha nos ha anunciado que ha perdido un ojo y un oído a raíz de extirparle un tumor en la cabeza. Y esa operación le ha dejado un parche en el ojo que se ensambla perfectamente con la imagen que tenemos de él, como si se tratara de algo que forma parte de su paisaje natural. 

A Ray el tumor no le va a cambiar la vida porque la vida ya le cambió hace mucho tiempo. A pesar del puñetazo que nos ha dado a todos el corazón al ver esas primeras fotos, lo cierto es que Ray tiene la misma pinta que hace treinta años nos imaginamos que tendría hoy, como si todo fuera parte de un destino manipulado por él mismo. 

Ray empezó muy joven a escribir en voz alta, y ha tratado de huir de su propio esqueleto desde entonces, pero nadie es capaz de escapar tan rápido de su sombra, sobre todo si ésta tiene la silueta de Elder Bastidas. Y, en el fondo, uno se alegra de que nunca haya conseguido fugarse del todo. Nadie escribe tan bien en este país como él, y eso se debe a que se encoge de hombros mucho menos de lo que lo hacemos los demás. A lo largo de tres décadas, Ray ha ido publicando novelas y artículos con los que ha ido tejiendo un hilo afectivo con sus lectores como nadie otro lo ha hecho. Es por eso que no tiene seguidores, sino un ejército de incondicionales irritables que salta en su defensa a la primera que sienten que alguien le ataca, como hacían aquellos discípulos del Antiguo Testamento.

Siempre me lo imaginé como si fuera un personaje sacado de “Rebeldes”, aquella película de Francis Ford Coppola en la que un grupo de adolescentes conflictivos no paraban de meterse en problemas. Su look era tan cool como el de esos chicos que, en el fondo, tenían buen corazón. Apuesto a que se pasaba las noches de verano acudiendo a fiestas en la playa vestido con vaqueros en lugar de con pantalón corto, como seguramente haría el resto. Y que, mientras los demás se metían en la playa bajo la única luz de las estrellas, él se quedaba sentado en la arena fumando un cigarro a solas y tarareando canciones de amor de los sesenta mientras pensaba en la chica rubia que vivía en el pueblo de al lado. 

Tuve la oportunidad de conocer a Ray hace unos tres o cuatro años. Creo que se encontraba presentando su, por entonces, última novela, “Rendición”, en Tipos Infames, una librería de Madrid. Pero, al abrir la puerta, vi que el acto ya había empezado, y me moría de vergüenza interrumpirle, así que me quedé fuera, asomado a la ventana durante un rato. Y, a través del cristal, me dio la sensación de que había cierta melancolía en su mirada, como si buscara a alguien entre la gente y, por alguna razón, esa persona no hubiera acudido. Pasado el tiempo que consideré oportuno, decidí abrocharme el abrigo hasta arriba, meter las manos en el fondo de los bolsillos, y salir andando de allí. Despacio. Caminando hacia atrás.

Nunca olvidaré la primera vez que un libro de Ray llegó a mis manos. Para ser sinceros, no hay ningún mérito en ello. La mayoría de las personas que estaban vivas en 1992, y que lo siguen estando a día hoy (los tiros cada vez pasan más cerca, y Ray puede dar fe de ello), recuerdan perfectamente qué ocurría en sus vidas cuando leyeron a Ray por primera vez. Si Raymond Carver creó una escuela de imitadores en la América de los ochenta, Ray consiguió lo mismo en la España de los noventa a través de unos libros que, precisamente, nos miraban directamente a los ojos. Y nada puede decirse al respecto. Resulta imposible leer a Ray Loriga y no querer imitarle. 

Hay algo en él, por otro lado, que me recuerda a Eddie Vedder. No sé si es la apariencia física, o el viaje que ha llevado a cabo desde la demencia más arrolladora de la juventud hacia una sensatez absoluta que, seguramente, les ha proporcionado la madurez. Y, sin embargo, ambos han tenido la necesidad de volver a casa, como si poseyeran la capacidad de doblar la línea del tiempo a su antojo. El primero a Pearl Jam, y, en el caso de Ray, recuperando en “Sábado, Domingo” la voz que tuvo en sus inicios, y lo ha hecho de manera magistral, porque el olor conserva muy bien la memoria. Aunque algo me dice que su piel le ha pedido que ya no lo haga más. Me da la sensación de que sus gustos han evolucionado tanto respecto a lo que hizo en sus inicios que le ha cambiado hasta el ombligo, a pesar de que algunos no le hayan dejado ni un solo segundo de paz desde entonces. En esa novela, por cierto, el protagonista se esfuerza por recordar algo que, durante mucho tiempo y de manera inconsciente, ha tratado de olvidar. Curiosamente, hay quien dice que un tumor en la cabeza provoca que no te acuerdes del pasado y que no te quede más remedio que imaginártelo, aunque los recuerdos que termines construyendo no se parezcan en absoluto a lo que realmente ocurrió. Y algo parecido ya nos lo había contado el propio Ray en su libro “Tokio ya no nos quiere”, posiblemente la gran novela de culto escrita en castellano en los últimos treinta años. En el ecosistema indie de Lori Meyers, Iván Ferreiro o Nacho Vegas es la materia base que lo constituye.

A partir de ahí, Ray Loriga se convirtió en el posdata de todas las cartas de amor. 

Dicen que lo inesperado puede presentarse de cualquier forma. En el caso de Ray Loriga ha sido a modo de parche en el ojo. En cualquier caso, Ray siempre ha jugado bien con las cartas que la vida le ha repartido, y ahora no va a ser diferente. El mismo Dios que cogió en el 86 la mano de Maradona, ahora ha cogido el ojo de Ray, como si estuviera tratando de crear el prototipo de una especie mejor. Sorprendentemente, en “Héroes”, Ray nos contaba que su hermano había perdido una oreja, un libro que la primera vez que lo leí sentí frío dentro de la cabeza, como cuando te tomas un granizado demasiado rápido. Y es que, cuando profundizas en la obra de Ray Loriga, pasas por tres fases: admiración, imitación y frustración. En esa época yo llevaba ya tiempo en la segunda, pero tras leerlo pasé directamente a la tercera, es decir, a admitir que nunca nos llegará para escribir tan bien como lo hace él. 

Hay un vínculo emocional que nos une a Ray Loriga, y surge al saber que, de alguna manera, él ha cumplido el sueño de todos nosotros. Todos quisimos ser Ray Loriga, y él lo fue. Empecé este artículo confesando que nadie escribe tan bien como Ray Loriga. Y apuesto a que lo seguirá haciendo con un parche la cara. 

Porque a Ray le falta un ojo. Y le sobra el otro.

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