Rosa, Rosae (1/3)

Es viernes, 10 de septiembre de 2021. Son las 16:58 pm. Estoy sentado en la parte de atrás de un autobús que me ha de llevar de La Manga a Madrid en un trayecto que, si todo va bien, ocupará las próximas seis horas de mi vida. El autobús está totalmente vacío salvo, claro está, el conductor, un tipo calvo de unos sesenta y cinco años lleno de tatuajes azules descoloridos desde los nudillos hasta el cuello pasando por los brazos. Da la sensación de que no queda ningún trozo de piel donde ponerse un tatuaje más. El de la parte de atrás del cuello es una especie de cruz de la Edad Media que he visto al acercarme para preguntarle qué queda para arrancar (y él contestarme, sin girarse, que arrancará cuando se haga la hora, que el horario no lo marca él). Y es al sentarme de nuevo en mi asiento, al final del autobús, cuando me he puesto a ordenar toda la sucesión de acontecimientos que me ha llevado hasta ahí, incluyendo el absurdo lapso en que a pleno sol he estado esperando a que el chófer se decidiera a abrirme la puerta y dejarme entrar, a pesar de que llevaba un rato viéndome y haciéndome gestos desde dentro señalando a su reloj. 

Para empezar, habría que remontarse a dos días atrás (que es, justamente, cuando me decido a realizar el Camino de Santiago). Como es lógico, ya no había billetes de tren y el precio del avión andaba por las nubes. Tras barajar distintas opciones, opté por coger un Bla Bla Car a Madrid para el viernes, quedar con un amigo allí para cenar, y continuar el sábado en tren de Madrid a Santiago. 

Yo nunca he usado Bla Bla Car, así que empiezo por bajarme la aplicación. Una vez instalada, no me resulta difícil encontrar una combinación que corresponda a mis criterios de búsqueda. Doy con un tal Javi, de 43 años, que, por 27 euros, sale a las 16:30 pm desde Cartagena y llega a la capital, según indica, a las 20:30. Por lo que puedo leer, tiene numerosas valoraciones positivas, las cuales resaltan sus habilidades de conducción, además de su puntualidad y agradable conversación. Sin embargo, también encuentro una puntuación realmente negativa. Pincho en ella y leo todo el hilo de la conversación. Al parecer, Javi se despistó un día mirando el móvil y estuvo a punto de estrellarse con el coche. El tipo que ha escrito ese comentario añade además que en cuanto se subió en el coche notó a Javi muy cansado. Javi le contesta que miró el móvil solo un segundo para buscar la localización que el tipo le había indicado, y que ni de lejos estuvieron cerca de tener un accidente, sino que solo pisó la banda sonora del lateral. El tipo, a su vez, responde diciendo que eso pasa por venir de un trayecto de 450 Km sin parar, y Javi comenta que eso no importa para el hecho en cuestión, y añade que, aunque no tenía intención de decirlo, el tipo trajo dos bultos en lugar de uno que es lo que había especificado en la descripción del viaje. La conversación se enreda después en una serie de reproches que no llevan a ningún lado y que no deja muy bien la limpieza o el tamaño del coche de Javi, ni siquiera la higiene del tipo, que acaba por insinuar que Javi venía algo bebido, a lo que Javi amenaza con denunciarlo y responde también que está convencido de que el tipo en realidad había cogido el Bla Bla Car para poner un comentario negativo sobre él, ya que prácticamente en todos los viajes llena el coche, no como el resto de conductores que le tienen envidia. 

Sea como sea, finalmente solicito meterme en el viaje, y la aplicación me manda un mensaje diciendo que el ingreso de los 27 euros está hecho y que ya lo tengo reservado, aunque no veo que mi banco me haya descontado nada. Escribo por whatsapp a Javi en el número que sale en su perfil, y le pregunto si está todo correcto. En la foto de su perfil aparece una mujer (entiendo que su esposa) y tres niñas (¿sus hijas?) en un fondo de estudio de fotografía. Al rato me llama y se disculpa, tanto al principio como al final de la conversación, por la tardanza en contestar y por lo tarde que ya es (son solo las 21:45 pm), a lo que le digo que no pasa nada. Me da las gracias por confiar en él, y me dice que si llego a las 16:30 en punto, antes de las 19:30 estamos en Atocha. Hace un pequeño silencio para, supongo, saber qué opino, pero no contesto nada (aunque no creo que únicamente tres horas sea el tiempo correcto para recorrer tanta distancia), y luego insiste en algo que, parece ser, aparece escrito en la descripción del viaje (y que yo no he leído) y es que debo llevar la mascarilla FFP2, no por él ni por mí, y ni siquiera por su mujer, pues entiende que somos adultos y estamos todos vacunados, sino por sus hijas, que son pequeñas “y el motor de su vida”. Me pide, por último, si no me importa quedar justo en la salida de la ciudad a la autovía, que así no pillamos semáforos. 

Dejo de pensar en Javi cuando descubro al conductor del autobús mirándome con cara de pocos amigos por el espejo retrovisor, hasta que arranca el motor. Me da la sensación de que no le ha gustado que le preguntara hace dos minutos qué quedaba para salir. Y es al parar nuevamente en el primer semáforo que encontramos cuando pienso en la llamada que me ha hecho Javi hace apenas hora y media, es decir, una hora antes de la salida del trayecto. Según me dice (con voz lastimera que juraría que está forzando), se le ha caído una pesa metálica en la frente y le ha hecho un corte que “le incapacita para coger el coche”, que “no sé lo que lamenta avisarme con tan poco margen de tiempo”, que “espera que la cancelación del viaje no suponga ningún problema para mí”, y que tiene que colgar, porque me llama desde la ambulancia y tiene que tratar de contactar con los otros dos viajeros. Tras quedarme un segundo en blanco tratando de pensar cómo reaccionar ante este imprevisto, abro nuevamente la aplicación y busco a alguien más que haga el mismo viaje. Doy con un tal Alberto, de 26 años, que sale a las 16:00 pm, es decir, en media hora, desde Cartagena, y yo estoy en La Manga. Así que le solicito meterme en el viaje, y la aplicación me dice que ya ha hecho el ingreso de los 24 euros que cuesta, pero que he de esperar a que Alberto confirme. Le mando un mensaje privado, pero no contesta, y a las 15:46 pm Bla Bla Car me dice que como Alberto no ha respondido, que no estoy confirmado para el viaje. Le solicito nuevamente la inclusión, y Bla Bla Car responde automáticamente que ha hecho otro ingreso por otros 24 euros. Finalmente, a las 15:58 pm, Alberto me escribe y dice que el coche ya está lleno. Observo que hay dos viajeras confirmadas (que, según sus fotos, posiblemente sean modelos), y que en la descripción pone que ofrece tres plazas, así que no sé quién será ese tercero (aunque días después, al comentar este episodio, alguien me dice que cree que sabe quién es Alberto, y que solo mete chicas en el coche).

A la vista de todo esto, pienso en llevar mi propio coche hacia Madrid y, de camino al garaje, veo un autobús circulando por la carretera, y pienso de repente en esa opción. Busco salidas de La Manga a Madrid, y encuentro uno para las 17:00 pm, es decir, en menos de una hora. Voy a toda prisa, bajo el fuerte sol que está cayendo, al lugar donde se venden los tickets, y lo veo cerrado. Pregunto a la gente que hay tomando algo por la zona, y un señor mayor que se encuentra bebiendo una cerveza me dice que “ya no hay nadie vendiendo en persona”, que “ahora todo se compra por internet”, y finalmente se queja de que nadie les ha preguntado si a todos le parece bien eso, que “si eres viejo y no sabes lo que es internet, te jodes y te quedas sin viajar”. No ha terminado el hombre de hablar, cuando enciendo torpemente el móvil, y escribo como puedo la dirección de Alsa para sacar el billete, pero me da error cada vez que lo intento. Llamo a una amiga que trabaja en una agencia de viajes y que está familiarizada con este tipo de compras, y le da error también mientras habla conmigo. Finalmente, me pide que cuelgue para poder hacerlo ella de otra manera, y a eso de las 16:30 pm me avisa que ya tiene el ticket, pero que, por algún motivo, no puede mandármelo al correo. Me voy hacia la parada del autobús y le pido que lo siga intentando, y diez minutos después, mientras estoy abrasado esperando en la puerta y el conductor se encuentra fresco en el interior, recostado en uno de los asientos de pasajeros y haciéndome gestos de que todavía no es la hora, lo consigue. 

    El autobús se encuentra ya dirección a Cartagena, donde parará a recoger a más personas, y de allí se dirigirá a Murcia y Albacete antes de parar finalmente a eso de las 23:00 pm en Madrid. Todos (y cuando digo “todos” es todos) los semáforos de La Manga nos pillan en rojo. Detrás de mi asiento ya solo está la fila final. Yo me encuentro, por tanto, en la penúltima fila, a la derecha del todo, junto a la ventana. Sin embargo, la tobera de aire -que está colocada justamente sobre mi cabeza-, está orientada hacia la izquierda, es decir, hacia el asiento del pasillo, y por más que trato de girar las pequeñas pestañas de plástico hacia mi posición, no soy capaz de hacerlo, así que finalmente me pongo en el asiento de mi izquierda. Unos treinta minutos después, es decir, a las 17:30 pm, el autobús para en Cartagena, pero solo se sube una persona. Una mujer, para más señas. Y, casualidades de la vida, le toca justo en mi fila, pero a mi izquierda, es decir, que el autobús se dirige a Murcia totalmente vacío salvo por dos personas que están situadas en la misma fila y separadas únicamente por el hueco del pasillo.

Llegamos a Murcia sobre las 18:15 pm, bajo un silencio sepulcral dentro del autobús, solo interrumpido por el ruido de los frenos cuando bajamos el Puerto de la Cadena. En la estación de Murcia, y a través del cristal, me fijo que la cola para entrar es inmensa. Para mi sorpresa, absolutamente toda la cola, excepto un par de casos, está constituida por adolescentes de no más de dieciséis o diecisiete años. Estoy convencido de que no todo el mundo va a caber, pero me equivoco, y entran todos, llenando todos y cada uno de los asientos del autobús, salvo precisamente, los dos asientos que están justo delante de mí, y la última fila, a la que solo entra un señor, de unos cuarenta y cinco años, con una riñonera de esas que van cruzadas, que se sienta con la espalda totalmente recta en el asiento de la derecha del todo. Las dos últimas personas en subirse son una pareja de jóvenes que van directos a mi fila. Él, con una gorra hacia atrás de esas grandes que se llevan ahora, con una pegatina en la visera (que lleva totalmente recta) y la parte superior de la gorra muy alta, tiene mi sitio, es decir, el asiento de pasillo en el que me he puesto para que me dé el aire, lo que hace que tenga que volver al caluroso asiento que en realidad me correspondía, junto a la ventana y delante del tipo de la riñonera. Me fijo, por cierto, que el chico de la gorra (que tiene un bordado en la tela con una flor que representa una planta de marihuana), lleva una camiseta de la NBA anchísima con el número 23, y el nombre James. Es de los Cleveland, por lo que me entretengo pensando que la debió comprar hace tiempo, o lo ha hecho recientemente de rebajas en algún lugar Outlet. Al colocarse bien la gorra, observo que tiene un bulto de grasa bastante desagradable en la muñeca. Su novia, todavía de pie en el pasillo, está tratando de convencer a la mujer que está sentada en el asiento de pasillo, que le deje ese sitio para poder estar junto a su novio, pero la mujer responde que ha cogido aposta pasillo porque tiene las piernas muy grandes y así va más cómoda. Tras conversar un rato más, finalmente la chica convence a la mujer que, sin levantarse, se desplaza arrastrando el culo hacia su izquierda, es decir, hacia ventanilla diciendo algo para sí misma en voz baja. 

Sobre las 18:30 pm salimos ahora hacia la estación de Albacete. Dos filas delante, a la izquierda y dando al pasillo, hay una niña de no más de catorce años. Me pregunto qué hará allí sola, aunque por lo que escucho del resto, parece que la mayoría de la gente va al Parque Warner. En un movimiento para girarme, miro sin querer al tipo que hay sentado detrás, quien, lejos de desviar la mirada, deja clavados sus ojos en mí. Tiene los codos apoyados en la parte superior del muslo, y las palmas de las manos hacia abajo tocando las rodillas, por lo que el ángulo que forman sus brazos y antebrazos es exactamente de noventa grados. No acabo de entender por qué no se pone cómodo y se recuesta sobre la fila entera que tiene a su disposición. Vuelvo a mirar hacia delante. Los adolescentes enamorados que están a mi izquierda se dicen algo al oído y se levantan para ocupar las dos plazas libres que tengo delante, dejando, por tanto, libre mi sitio de la izquierda, lo que aprovecho para ponerme lateralmente. La mujer del otro lado, sin embargo, prefiere quedarse ahora junto a la ventana. De pronto, noto un golpe de la parte de atrás. Supongo que ha sido porque al colocarme en esa posición, he movido los asientos y le ha debido de sentar mal al hombre de la riñonera. Miro hacia atrás para disculparme, pero el tipo sigue con la espalda recta mirando hacia delante, es decir, hacia mí y no hace ningún gesto. Me suena el teléfono en ese momento. Es Javi, el del Bla Bla Car. No se lo cojo. Llama de nuevo y otra vez lo ignoro, pero insiste, y a la tercera descuelgo, tratando de hablar con voz lo más baja posible y tapando el auricular con la mano. Me dice que debe haber un problema con las comunicaciones, porque me ha llamado dos veces antes y no se lo he cogido. Me pide disculpas por lo que ha pasado y me explica mejor lo que le ha ocurrido. Según me cuenta, antes me ha llamado desde la ambulancia, con la cara llena de sangre porque el médico le ha dicho que no es bueno limpiar la herida antes de coser, y que los otros dos viajeros no se lo han tomado tan bien como yo, pero que gente maleducada hay en todos sitios. Me insiste en que, si volvemos a coincidir en Bla Bla Car en un viaje que se ajuste con sus parámetros, me llevará gratis. Sigo notando la voz lastimera de antes, y algo me dice que me está llamando para que no le ponga una valoración negativa en la aplicación, algo en lo que ni siquiera he pensado. Cuando cuelga, caigo en la cuenta de que no le he escrito a mi amigo para decirle que no llegaré para la cena, así que le mando un mensaje para contarle lo que ha pasado, y cuando me contesta un instante después y suena el timbre, vuelvo a notar un golpe desde el asiento de atrás.

El conductor de los tatuajes advierte por el micrófono del autobús que estamos llegando a Albacete y que, si todos nos comprometemos a bajar solo diez minutos para estirar las piernas, a las 23:02 pm estaremos en Madrid. Me quedo un rato pensando en la precisión de la hora que acaba de indicar, cuando callejeamos un poco hasta entrar en la estación. Todo el mundo se baja salvo el tipo de atrás y yo. Como no me apetece quedarme a solas con él, yo también lo hago y, por algún motivo, al bajar me da por pensar que quizás va a aprovechar ese momento a solas para robarme algo de mi mochila. Intento mirar por la ventana desde fuera, pero tiene los cristales tintados y no se ve nada. Me relajo y me dirijo a una tienda que hay cerca. La gente aprovecha para fumar o para ir al baño, como la chica de catorce años del autobús. Salgo de la tienda sin comprar nada, y me doy un paseo alrededor. Me percato de que un hombre negro que estaba sentado en un banco de la estación antes de que llegáramos no para de mirarme con cara de preocupación. Y, como me temía, veo que se levanta y se acerca a mí. Lleva un chándal negro de dos piezas de la marca ADIDAS, cuyas letras están escritas en blanco en vertical en la misma línea tanto en la parte de arriba como en el pantalón. No habla español. Me dice algo así como “ubicación”, a lo que respondo “Albacete”. No parece satisfecho con la respuesta y cambia la palabra por “localización”, y yo contesto abriendo bien la boca y hablando muy despacio “Es-ta-ción de Al-ba-ce-te”. El hombre me enseña su móvil y con su mano libre coge la mía y con la otra me pone su móvil. Por lo que logro entender, lo que quiere es que le mande ubicación a alguien, pero no sabe cómo hacerlo. Me tomo la libertad de abrirle el Whatsapp y coger una conversación cualquiera y darle a la opción de enviar localización, pero se ve que es la primera vez que lo hace y me salen constantes mensajes de Google en francés pidiéndome que dé autorización. Le doy a todo que sí y finalmente se manda. Al hombre empieza a cambiarle la cara, y termina por sonreír y darme un abrazo. Al despedirme, veo que no hay nadie ya y logro subir justo cuando el chófer está cerrando la puerta. Me fijo en que es otro conductor distinto al de los tatuajes. Voy por el pasillo hasta ocupar mi sitio, no sin antes volver a darme cuenta de que el tipo de la fila de atrás del todo sigue mirándome constantemente mientras llego.

El nuevo chófer se levanta y se acerca hasta el final del autobús. Se queda allí un rato observando y después vuelve a su sitio sin decir nada, pero pensando en algo. Arranca el motor y antes de pisar el acelerador advierte por el micrófono que ha visto a una persona con la mascarilla mal puesta, que todos debemos respetar las medidas de seguridad y que él no es el padre de nadie para decirle a esa persona cómo debe comportarse, pero que si lo pilla de nuevo lo baja del autobús. Después, cambia el tono de voz y agradece nuestra confianza en el equipo Alsa, y que espera que tengamos un viaje cómodo hasta Madrid. También comenta que no va a incidir en las medidas de convivencia que deben reinar en todo medio de transporte público porque “aunque físicamente no estaba la salida, apuesto a que mi compañero os lo ha explicado todo en detalle”. (Ya digo yo que no).

Al salir de Albacete el cielo está totalmente oscuro ya, y hay gente que está durmiendo. Escucho los ronquidos de alguien en la parte izquierda del autobús, y me da la sensación de que han parado el aire, porque hace mucho calor dentro. La pareja de delante echa los respaldos para atrás, por lo que me dejan casi aprisionado, aplastando mis rodillas. Me vuelvo a poner de lado, y nuevamente noto otro golpe desde atrás. Me fijo, de pronto, que en al asiento donde estaba la niña de catorce años ahora no hay nadie, y por un momento tengo la tentación de levantarme y decirle al chófer que nos hemos ido sin ella, pero finalmente no lo hago, no tanto por el hecho de no saber si la niña ha ocupado otra posición en el autobús o si su parada final era Albacete, como por la circunstancia de que estoy encajonado y no puedo salir, y no quiero que el tipo de atrás vuelva a golpear el asiento. Y este hecho se hace ridículamente incómodo cuando, al sacar los auriculares del móvil, golpeo sin querer al asiento delantero y el chaval de la gorra se gira de manera violenta y desafiante pensando en que he golpeado aposta, así que cuando un instante después noto que mis piernas se me han quedado dormidas y quiero moverme, me quedo en esa desagradable posición tanto por temor al tipo de adelante, como al de atrás.

A mitad del autobús, un chaval al que llevo un rato viéndole con el brazo levantado tratando de darle a los botones del aire (supongo que también habrá notado que hace calor), le da sin querer al encendido de la luz, lo que rompe la oscuridad total en la que se ha convertido el autobús y parezca como uno de esos focos que ilumina al actor en una obra de teatro en un escenario. El chaval se pone nervioso tratando de apagar la luz para no despertar a la gente (son las 22:00 pm aproximadamente) y en ese acto enciende sin querer la luz del que tiene delante. Finalmente, tras darle a varios botones a la vez, consigue apagarlas todas y pide disculpas en voz alta, lo que ocasiona, esta vez sí -y no cuando había encendido las luces-, que la gente se despierte. Aprovecho para conectar de nuevo los auriculares en el móvil en un movimiento lento y extremadamente cuidadoso para evitar realizar ningún gesto brusco.

Y tumbado de lado, notando un desagradable hormigueo en la parte posterior de mis rodillas, me quedo un rato inmóvil, con la frente tocando la ventana y escuchando música mientras miro hacia fuera.

Y, como no podía ser de otra manera, a las 23:02 pm exactas llegamos a Madrid.

La estación de autobuses Méndez Álvaro de Madrid es algo así como la terminal de un aeropuerto. En condiciones normales, no tardas menos de diez minutos en salir de allí. Y para cuando lo hago, el amigo con el que había quedado a cenar me está esperando con su moto. La moto es una preciosidad, aunque tienes que levantar mucho la pierna para poder sentarte sin golpearte con un soporte de hierro bastante doloroso. Vamos por la M30 hasta su casa para dejar mis cosas, y no recuerdo haber pasado tanto miedo en mi vida. Una vez listos, nos dirigimos, también en moto, al pub de moda de la capital. Aparcamos en la puerta, y vemos una cola inmensa para entrar. Sin embargo, mi amigo tiene contactos allí y nos han puesto en lista. Nada más entrar vemos bastantes caras conocidas pertenecientes a actores secundarios de las últimas temporadas de “Al salir de clase”. Mi amigo me dice que vienen a este sitio para intentar pasar desapercibidos, pero lo cierto es que el pub es una discoteca en toda regla, llena de gente, y ellos están subidos en tarimas pidiendo en la barra, o haciendo fotos y vídeos desde arriba (que luego veo que han subido a sus stories de Instagram). Las copas, por cierto, valen 11 euros si no son de marca, las cervezas 6 euros y los chupitos 4. No hay ni rastro de medidas anticovid, y la distancia social brilla por su ausencia. Cuando me quiero dar cuenta, estoy hablando de fútbol con un tipo que dice que me parezco a Granero, y que piensa (hay gente para todo) que Zamorano era mejor que Suker. Y con un chupito que creo que he invitado yo, se borra ya todo lo que pasa allí esa noche hasta que recobro la consciencia subido en la moto de mi amigo nuevamente y callejeando por las urbanizaciones de Madrid hasta llegar a su casa a las 4:15 am.

Una vez allí, como podemos, hacemos de su sofá una cama, y me indica cómo llegar hasta la estación al día siguiente (el tren sale a las 09:28 am). Me doy cuenta en ese momento de que el tren no sale de Atocha (cerca de donde me encuentro), sino de Chamartín, por lo que la única manera de llegar es o bien taxi (me bajo una aplicación en la que hay que meter el número de tarjeta y dirección de correo, -y que indica que vale 28 euros el trayecto, a pagar por adelantado-) o el metro en sus distintas combinaciones. Y es repasando la red de líneas del metro de Madrid cuando caigo dormido. Gracias a Dios, no tengo la precaución de cerrar la persiana, por lo que a las 7:17 am me despierto y, como si el sueño solo hubiera sido un paréntesis, reanudo la búsqueda de la línea de metro que me ha de llevar a Chamartín. Y tras ver distintas combinaciones, opto por andar hasta la estación de Sol, y coger el metro desde allí. Sin hacer ruido, salgo de la casa y bajo al patio interno, pero no encuentro la salida por ningún lado. Toda la urbanización está rodeada de una valla sin ninguna puerta. Miro el reloj y son cerca de las 7:30, por lo que estoy tentado de llamar a mi amigo por teléfono y preguntarle cómo se sale de allí, pero la casualidad hace que vea a un vecino salir de otro edificio y dirigirse a un pasillo. Le sigo a distancia (algo me dice que si me ve se va a pensar que quiero atracarle) y así encuentro la manera de salir, que es a través de una minúscula puerta situada en una esquina, y donde un hombre sentado en el interior de un portón te tiene que abrir.

Pongo en el móvil la ubicación hasta Sol y veo que está a 32 minutos andando. Empiezo a andar y a la altura de la Plaza Mayor escucho a un grupo de chicas todavía de fiesta en una de las azoteas. Me silban y me dicen algo a lo lejos al pasar. Desde abajo, el sonido de la música es más que evidente, aunque una pareja de policías está paseando por allí y no parece darse cuenta. Aprieto el paso y llego a la estación un minuto antes de las 8:00 am. Bajo las escaleras hacia el metro y me dirijo a toda prisa a una de las máquinas para sacar el billete. Intento primero una y luego otra, y después otra, y no soy capaz de sacar el ticket. En unos casos porque está en alemán, y en otro porque no entiendo su funcionamiento. Me pongo a pedir ayuda a la gente que entra y que sale de allí, pero todo el mundo va con prisa y ahora sí estoy convencido de que se piensan que trato de pedirles dinero o de robarles. El tiempo pasa y veo que no voy a ser capaz de ir en metro, hasta que una persona (sudamericano para más señas) es el único que se para a hablar conmigo. Me cuenta que ya no venden tickets sueltos y que hay que comprar una tarjeta roja con la que sacar los billetes. Después, viendo mi cara de desesperación, se ofrece a usar su tarjeta para sacarme el billete, y así me paga el precio de lo que vale ir a Chamartín. Le doy las gracias enormemente y trato de seguir las flechas hacia el andén desde el que viene el tren. Según veo en el móvil, el recorrido desde Sol dura algo más de veinte minutos, por lo que considero que muy mal se me tienen que dar las cosas para perder la combinación a Santiago. Llego al punto desde donde tiene que salir, y pregunto qué queda para que llegue. Una vez más, nadie me contesta salvo otro señor sudamericano que se entretiene explicándome las distintas opciones que tengo si es que ese coche sufriera algún problema. Finalmente, a eso de las 8:26 llega el tren y me subo en él. Y a diez minutos de las 9:00 am he llegado a mi destino. Ahora, he de salir de allí y dirigirme a la estación de Renfe, que está en la misma ubicación, pero afuera, por lo que tardo otros cuatro minutos en llegar, y ya allí me dirijo directamente a la comprobación de equipajes y, por fin, al tren.

Nada más subir, busco el asiento que me corresponde y me toca el que va en contrasentido, es decir, de espaldas a la circulación del coche. Es una plaza de cuatro sitios, y frente a mí se sienta una pareja joven (que está claro que también va a hacer El Camino) con una especie de maleta con ranuras abiertas, y dentro de la cual observo a un pequeño perro que no para de moverse. El perro desprende un olor bastante fuerte, pero yo prefiero no decir nada. El tipo se queja amargamente a la novia por todo (lo lleno que está el tren, el asiento que le ha tocado, que sigue sin entender cómo ha aceptado irse en sus vacaciones a andar por mitad del bosque, que no se tenían que haber llevado al perro, que no le ha sentado bien el desayuno, etc.). Por la megafonía, la voz angelical de una mujer (la cual trato de imaginarme físicamente cómo es) indica que habrá servicio de cafetería durante el camino, así como de souvenirs. También que se repartirán auriculares, cortesía del grupo Renfe, y que se proyectará una película para amenizar el viaje.

El tren arranca a su hora en punto y, como bien ha indicado la voz de megafonía, un hombre pasa repartiendo paquetes de auriculares. El tipo de la maleta con el perro pide dos y se los mete en el bolsillo. Yo cojo los míos, de color gris oscuro, y los pruebo en el móvil, aunque el sonido deja bastante que desear. Casi acto seguido, se encienden los televisores del coche. Se trata de unos aparatos colgados en la parte superior (hay cuatro por coche -dos en cada dirección-), y yo tengo la mala suerte de que mi pantalla está averiada y se ve en blanco y negro, mientras que la del fondo sí que se ve en color. Los televisores tienen forma a los monitores que teníamos en los ordenadores de los ochenta. La película en cuestión a proyectar es una especie de dibujos animados de Tom y Jerry, mezclados con imágenes de actores reales, por lo que no se puede considerar exclusivamente de dibujos. La película, además, viene subtitulada, aunque en mi caso al ser los diálogos escritos en color blanco sobre una imagen en blanco y negro no se puede entender prácticamente nada. 

Enseguida llegamos a Zamora, y la chica de la maleta con el perro se da cuenta de que se han quedado libres dos asientos en mitad del tren. Se lo dice a su novio que se gira hacia atrás a la vez que extiende el cuello como si fuera una jirafa para comprobarlo. Y acto seguido coge su mochila de la parte superior y sale a toda prisa sin decir nada hacia allí (entiendo que para que nadie se lo quite). Después la novia hace lo mismo, y se dirige hacia su nuevo asiento llevando la maleta con el perro consigo, además de su propia mochila. Cuando se va, me llega un tufillo nada agradable a perro. Durrante el resto del viaje toda gente que pasa camino al baño o a la cafetería me mira a mí como si yo fuera el culpable del olor de la zona. Recibo de pronto un mensaje de movimiento del banco. Abro la aplicación y se trata de tres entradas y tres salidas por la misma cuantía (no gano ni pierdo) que corresponden a cobros y devoluciones del Bla Bla Car del día anterior.

Tras un tramo final de dos horas en los que el tren va excesivamente lento, y atravesando infinidad de túneles que interrumpen la conexión de internet, llego por fin a Santiago un poco más tarde de las 14:05 pm. Es decir, 21 horas después de haber salido. Y lo primero que me encuentro afuera es que las escaleras de acceso a la ciudad están en obras. Y tenemos que subir en fila de a uno. Como prácticamente todos los que nos hemos bajado allí vamos a hacer El Camino, cada uno de nosotros tenemos la mochila y los palos del que está delante, rozando nuestra cara mientras subimos excesivamente lentos por los escalones. De pronto, como tres personas más abajo, escucho a la chica de la maleta con el perro decirle a su novio que no deben olvidarse de recoger el pergamino en latín que registra que han estado allí (La Compostela), a lo que el novio responde que él lo quiere en español, que en latín solo se acuerda de Rosa, Rosae, y que si por él fuera ya lo habría olvidado.

Una vez llego arriba y teniendo ya toda la ciudad a mis pies, me paro y dejo que la gente pase a mi alrededor. Inspiro el aire y sin ninguna prisa empiezo a andar. No se me quita de la cabeza la sensación de que esto no ha hecho más que empezar…

CONTINUARÁ…

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