Tocar la copa (2/3)

Pocas cosas me parecen tan absurdas como la creencia general sobre la supuesta maldición que afecta a todo equipo cuyos jugadores tocan la copa antes de empezar el partido. Curiosamente, solo se ponen imágenes del jugador que toca la copa antes del partido si su equipo pierde. Si gana, nadie dice nada, por lo que la fama de gafar la final siempre está en al aire, como si pasar la mano por el metal del trofeo fuera más importante que jugar bien al fútbol. 

Dicho esto, nos encontramos en un punto del relato en el que he llegado a Santiago y tengo el fin de semana entero para decidir qué hacer. Una opción es ir a A Coruña, que pilla cerca. Otra, a Lugo, donde al parecer se montan buenas fiestas en el centro histórico. Otra es simplemente quedarme en Santiago y conocer la ciudad, ya que, si la predicción meteorológica acierta, cuando vuelva justamente en una semana después de recorrer El Camino va a estar lloviendo en cantidad, y quizás no vaya a disfrutar tanto de sus calles ni de su Catedral. Así que tras pensarlo un rato, finalmente opto por esta opción, es decir, por ir a sentarme en la Plaza del Obradoiro y observar la Catedral. O, lo que es lo mismo, tocar la copa antes del partido. ¿Qué me va a pasar por hacerlo?, me pregunto. Así podré también demostrar que la teoría de la maldición es un sinsentido absoluto. 

De camino hacia allí, veo una cola de gente para entrar a lo que escucho que se llama la misa del peregrino. Para quien no sepa de qué se trata, la misa del peregrino es (cito textualmente lo que leo en internet) “casa de oración, y centro de vida sacramental, que propicia la reconciliación con Dios en el sacramento de la penitencia y el acrecentamiento de la vida cristiana en la Eucaristía”. Los motivos me parecen suficientemente sólidos como para decirme a entrar. Consigo hacerlo de los últimos, y apenas unos minutos después la iglesia está llena y ya no dejan pasar a nadie. De hecho, la siguiente sesión me pilla dando un paseo por la zona, y la cola me recuerda a las imágenes que tenemos en mente de cuando ponen las rebajas en los centros comerciales de Estados Unidos. 

Tres hombres vestidos con trajes de guardia de seguridad -pero con un outfit más cool del que estamos acostumbrados- (polo a rayas azul claro y oscuro, con el cuello de un tono más grisáceo subido para arriba, -a “lo Eric Cantona”-) se encargan de asegurar que todo el mundo siga las instrucciones que uno de ellos (entiendo que el “jefe de equipo”) comunica a través de un micrófono integrado en su cuello (como los periodistas de los programas de televisión) tanto en español como en inglés (en alemán tiene que llamar a una mujer para que lo traduzca), que básicamente es un límite de personas por banco (tres máximo) y que la salida ha de producirse por la tienda (¿causalidad?). Otro de los guardias se acerca a la puerta conforme va encontrando huecos en los bancos para permitir la entrada a cuentagotas de la gente que hace cola desesperada por pasar.  El último de los guardias se coloca junto al sarcófago del apóstol Santiago, coordinando la visita y asegurando que quienes quieran verlo entren y salgan por una puerta distinta a la general de La Catedral (yo me he colado una vez que estaba ya dentro, teniendo que hacer una verdadera obra de contorsión a escondidas (a lo “Catherine Zeta Jones” en “La trampa”, o como si estuviera haciendo el baile ese de echar la espalda totalmente para atrás y pasar debajo de un palo colocado horizontalmente a muy poca altura en las playas de Honolulu) para no obligarme a salir de la Iglesia. 

Vuelvo a mi sitio y me dispongo a esperar el comienzo de la ceremonia. Me fijo en que, por algún motivo, en ninguna de las dos primeras filas de bancos que hay en los tres lados que rodean el altar (en la parte trasera se encuentra la mencionada tumba de Santiago) hay nadie sentado. Y pensando en cuál puede ser el motivo de que dejen esos bancos sin ocupar, me asusto al escuchar, de pronto, música de órgano a lo película de terror de serie b de los años ochenta. Miro como loco a todos lados tratando de averiguar quién la está tocando, pero no encuentro a nadie y opto por pensar que se trata de sonido pregrabado, aunque tampoco estoy del todo seguro de eso. De una puerta lateral salen tres hombres. Uno de ellos va vestido de rojo, pero me llama la atención que lleva “tenis” (deportivas). Es el primero que accede al centro, hace algo en el atril, y se sienta en un segundo plano. Tras él va un sacerdote joven vestido de blanco, que hace la señal de la cruz y toma asiento en un lateral. El último en llegar es otro sacerdote, éste mucho más mayor, que es quien realmente lidera la misa. Me levanto al ver que todo el mundo lo hace, y sigo así hasta que veo también que todos se sientan. El sacerdote mayor empieza la misa dándonos la bienvenida a todos, y comenta que sabe que hay gente que ha venido de Valencia y de Extremadura, y que “el resto no debemos preocuparnos, que Dios sabe quiénes somos todos y cada uno de los que estamos allí congregados y de qué parte del mundo venimos”. Finalmente, lanza un reproche a la limitación de aforo (me da la sensación de que no está del todo de acuerdo con la normativa que provoca que muchos peregrinos se queden en la puerta y no puedan atender).  

    La tos persistente de un hombre de alrededor de 60 años que está sentado un poco más adelante a la derecha hace que la gente se distraiga y acabe mirándolo en masa, lo que origina que el avergonzado señor se levante y se ponga en un lateral, apoyando su brazo derecho en la pared y aguantándose como puede la tos, la cual le sigue saliendo, pero con un sonido extrañísimo.  Al cabo de un rato en el que parece que se ha calmado, el hombre vuelve a sentarse, pero él mismo se da cuenta de que le va a dar otro ataque de tos y se levanta y sale corriendo a toda prisa a colocarse nuevamente en el lateral. Distraigo mi atención fijándome en él, y cuando vuelvo a mirar al altar, es ahora el sacerdote joven (por el acento creo que es sudamericano) el que está llevando la misa. Se acerca al centro y coge una botella de plástico (de ¿tinto de verano?) y vuelca el contenido en una copa opaca. Después, le da un trago y se seca la boca cuidadosamente con una servilleta de tela blanca, la cual dobla hasta el extremo infinitas veces hasta dejarla prácticamente enana. Tras unos segundos en silencio, dobla las manos por encima de su ombligo y devuelve la palabra al sacerdote mayor, quien comenta que por “culpa del virus”, ya no se puede dar el pan divino directamente sobre la boca, ni dar las gracias al Señor por recibirlo, sino que ha de cogerse con la mano y salir de la cola lo más rápido posible. Una vez que comprueba que todos lo hemos entendido, aparecen dos monjas de avanzada edad desde la misma puerta por la que habían salido antes los tres hombres, y forman dos filas para tal fin. Por supuesto, se insiste en que no debe darse la mano sino simplemente hacer un gesto de complicidad que todos debemos entender. Y, mientras la gente termina de coger la onza, el primer hombre que iba vestido de rojo, sale a la palestra con una bolsa de tela también roja y pasa por entre la gente, que da las donaciones que considera oportunas. En concreto, la mujer de la derecha me fijo que (mal hecho por mi parte) da un billete de 20 euros, y al abrir el hombre la bolsa, observo que hay unos cuantos más ahí dentro.

    La misa termina en ese momento, y somos guiados hasta la salida a través de la tienda (muchos aprovechan para comprar algún recuerdo). Afuera, y a pocos metros de allí, se encuentra una cafetería que abre prácticamente todo el día y que hace desde desayunos elaborados (típicos de los que luego vemos fotos en Instagram) hasta cenas, pasando por copas. Vayas a la hora que vayas el sitio está lleno, y yo acabo yendo tres veces en un día y medio allí, tanto que la camarera termina por sonreír la última vez que me ve y se queda un rato hablando conmigo. Es simpática, divertida y guapa. Me pregunta si es la última vez que me va a ver ese fin de semana y le contesto que sí, pero que al siguiente volveré, a lo que responde que para entonces ella no estará porque va a ver un concierto de Izal a Sevilla (nadie es perfecto). 

    En la mesa de al lado veo a dos tipos de mi edad tomando un vaso de whisky cada uno. Me sorprende que no está mezclado con nada. Whisky con hielo. Nada más. Me recuerda a las películas antiguas. Por lo que logro pillar (hablan muy fuerte), son hermanos (físicamente, la verdad, es que se parecen bastante) y uno de ellos (al que llamaré “hermano malo”) ha tocado fondo con las drogas y el alcohol. Y su hermano (al que a partir de ahora voy a dirigirme como “hermano bueno”) está tratando de tranquilizarle, y le repite una y otra vez la misma frase: “lo importante es que tú estés bien ahora, y seas consciente de lo que te ha pasado”. El hermano malo no se pone de acuerdo consigo mismo si el peor momento fue cuando estropeó el cumpleaños de la mejor amiga de su por entonces novia (comenta que tal amiga ya no le habla, y que le costó su ruptura sentimental al coger las llaves del coche de la amiga para demostrar que no iba borracho y dar una vuelta a la manzana mientras ellas corrían detrás) o cuando esa misma noche llegó a su casa tras dejarle la novia y decidir apostar no sé cuánto dinero (no logro entender la cantidad) pero que gracias a Dios iba tan bebido que no se acordaba de la clave de la tarjeta. El hermano bueno le pide a la camarera que ponga otros dos vasos de whisky como los que hay en la mesa mientras que el hermano malo insiste en que dio la vuelta a la manzana y devolvió las llaves y el coche a su dueña sin ningún rasguño. La camarera trae los vasos y automáticamente enseña el papel con la cuenta. 24 euros, escucho. El hermano bueno paga en metálico, mientras que el hermano malo dice que le va a hacer un bizum, a lo que el hermano bueno se niega en rotundo, y le dice que todavía hay día, y que ya pagará las siguientes rondas. Cuando la camarera se va, el hermano bueno retoma la conversación acerca del coche que estaba contando el hermano malo, y dice que “él ha volado varias veces” (por lo que entiendo, se refiere a accidentes varios viniendo de fiesta), y que sin ninguna duda la mejor sensación del mundo es cuando no sabes lo que te va a pasar cuando estrelles tu cuerpo contra el suelo, que el no saber si vas a morir o a vivir te da un subidón de adrenalina, y que se siente inmortal ahora mismo por todas las veces que se ha salvado. El hermano malo se ríe de él y le dice que no le cree, que recuerda perfectamente una foto de hace unos años de cuando fueron a no sé qué atracción de feria en la que la máquina hacía una caída libre, y que él salía muy asustado, a lo que el hermano bueno contesta que ese caso fue distinto porque ahí sí sabía que iba a salvarse, que es precisamente cuando tienes muchas posibilidades de salvarte cuando tu cuerpo provoca que tengas miedo, pero que si lo lógico es que te mueras es tu mente la que controla la situación y decide si debes tener miedo o no. Y que él ha decidido ya vivir sin miedo. Y que, si esa noche llama a una tal Ruth a que vaya a recogerle, no es por miedo a estrellarse sino a que le quiten los puntos del carné. Y que no quiere llamarla porque luego le toca quedarse con ella en su casa. El hermano malo se ríe y dice que él nunca va a montarse en un avión, que eso es a lo único a lo que le tiene miedo, que prefiere una avioneta porque si hay alguna avería el piloto le puede decir que abra la puerta y salte, pero que en un avión eso no se puede hacer. 

    De pronto, el hermano malo desvía la mirada al ver pasar a un chaval de no más de veintipocos años. Se levanta y sale corriendo a darle un abrazo. Hablan un poco y aprovecha el hermano bueno para ponerse la mascarilla y entrar al baño. Cuando el hermano malo vuelve a la mesa y la ve vacía, se pone a mirar a todos lados, y me da la sensación de que piensa que su hermano se ha ido de allí, pero en caso de ser eso cierta mi suposición, esa sensación le dura poco pues un instante después vuelve a aparecer el hermano bueno, que se quita la mascarilla mientras se sienta y dice que esa mascarilla la lleva usando dos semanas ya, y que el “dióxido de carbono” propio que está respirando es más peligroso que el covid. El hermano malo le cuenta que el tipo al que ha saludado es un vecino del edificio donde él se fue a vivir poco antes del confinamiento y que un día que se puso borracho él solo en su casa decidió bajar y llamar a todos los timbres del fonoporta (telefonillo) para presentarse e invitar a quien fuera a beber con él, y que solo ese chaval aceptó, y que le cayó genial.

    Termino mi batido de café y doy una vuelta alrededor. Hace un día estupendo. Llego a la Plaza del Obradoiro. Cientos de peregrinos que acaban de terminar El Camino o lo están haciendo en ese momento se abrazan y hacen fotos levantando la mochila. Yo me siento en el suelo a contemplarlos y mirar la majestuosidad de La Catedral.

    Tras un rato allí, caigo en la cuenta de que ahora me toca coger otro tren, esta vez destino a Sarria, desde donde mañana comenzaré El Camino si todo va bien. Doy un último vistazo alrededor y me dirijo de vuelta a la estación de tren de Santiago.

    El tren a Sarria hace escala en Ourense. Prácticamente todos los que vamos en él (incluido un tipo que andaba simulando jugar a golf en el andén usando una botella de plástico a modo de palo e imaginando una pelota invisible entre sus pies) tenemos que hacer trasbordo pues hemos venido a lo mismo. El tiempo que tenemos es de nueve minutos, en los cuales tenemos que bajar la mochila de su estancia, hacer cola para salir del coche, andar doscientos metros ridículamente lento entre toda la gente que va por el andén, bajar por un túnel y salir por el lado opuesto de la estación y elegir después a tu criterio a qué lado dirigirte, si al tren que hay parado a la izquierda o al de la derecha. Yo elijo la izquierda, y a los cincuenta metros encuentro a alguien de Renfe al que pregunto si ese es el tren que va a Sarria, y me responde que no, que es el otro, el de la derecha. En mi error he arrastrado a tres chicas que me han seguido, quienes me miran como si hubiera cometido un crimen. Ellas salen corriendo hacia la derecha, pero yo veo que solo han pasado cinco minutos y medio desde que hemos parado y que hay tiempo todavía. De pronto veo en el fondo que las tres chicas aceleran la carrera y levantan los brazos a la vez que gritan desconsoladas y dan manotazos al lateral del tren. Por lo que aprecio desde la distancia, han cerrado las puertas cuando todavía quedan tres minutos para la hora de salida. Me dirijo hacia allí y noto que desde dentro también están gritando (entiendo que para el conductor se dé cuenta de que todavía hay gente afuera) y finalmente se abren de nuevo las puertas. Casualmente, las tres chicas y yo subimos en el mismo coche y yo tengo el sitio entre dos de ellas. Me ofrezco a cambiárselo, y a subirles las mochilas a la parte superior, lo que provoca que una de ellas me sonría.  En el trayecto que queda hasta el destino, es decir, hasta el inicio del Camino, y mirando a la chica que me ha sonreído (y con la que luego acabaré cenando junto con sus dos amigas), me rio yo solo pensando en la supuesta mala suerte que, al parecer, conlleva tocar la copa antes de jugar una final.

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