Golondrinas

Volverán las oscuras golondrinas y tú estarás en el sofá, removiendo el café, en un instante de silencio contagioso que se derramará por la ciudad. Pensarás en la soledad como si solo fuera un pasajero despistado en el salón. Los pasajeros siempre van a algún sitio, en algún momento, tarde o temprano. Esos segundos cargados de repente de un aire pesado llenarán el departamento con algo denso parecido a una nata transparente e insípida en la que nada el humo de tu cigarrillo describiendo volutas y mezclando transparencias. Pensarás entonces que yo volveré de algún sitio, en algún momento, tarde o temprano. Que volveré porque están mis gatas, que arañan el sofá y la ropa en nuestro armario, que irá perdiendo el sentido del plural del posesivo al ritmo de las vueltas de tu cucharilla en el café. Dudarás entre la comodidad de que regrese y todo se arregle y nos abracemos al final, y nos conformemos al final, y durmamos de nuevo, al final, y la aventura alegre, por otro lado, de que me haya ido de verdad. Pondrás a la posibilidad de la negociación un deadline entonces, apoyando la barbilla justo donde empieza la palma de tu mano, una hora límite, un momento definitivo y puntual desde el que no habrá vuelta atrás, y entonces dará igual que yo abra la puerta deshaciendo el portazo, desandando la huida, desgritando el grito. Eso decidirás. Tomarás esa decisión potente, firme y concentrada, mientras mis gatas juegan y muerden tu zapatilla de estar por casa que chapotea en el aire sobre charcos imaginarios con un repetitivo juego rítmico de tobillo. Arriba hacia el techo la punta del pie, abajo la punta del pie señalando el suelo. Tu cuerpo será una estatua fría y tu pie en clase de ballet.

Todo eso pasará en breves segundos, un minuto acaso, el tiempo de contar con la mirada cuántas cosas del mueble de la tele son mías y cuántas tuyas. Realizarás un quirúrgico reparto mientras piensas cuánto tardaré en volver a recoger mi play, mis libros, mis mierdas, mis absurdos trozos de historias de noches que no le importan a nadie y que conservo como un altar. Las vergonzosas polaroids de mis antiguas solterías metidas en cajas. Es un hecho que volveré, pero tú ahí, en ese minuto, aún no sabes cuándo ni cómo, así que te prepararás para un eventual reencuentro cercano. Incluso imaginarás que no he llegado a pisar el portal, que sigo en la escalera arrepentido y que giraré de un momento a otro la llave esperando haber resuelto una ecuación que permite viajar en el tiempo, como si una discusión no valiera si cae al suelo y te la comes en menos de tres segundos. Uno, dos, perdón, tres. No funciona así pensarás con esa media sonrisa tuya mientras bajas la mirada. Como en un ajedrez imaginarás las jugadas, las posiciones desde donde pido indulgencia o remuevo mis cosas, y como llevas las negras multiplicarás en tu mente las posibles respuestas ante mis movimientos en potencias de 2, sin mover apenas la mirada de la pared, de nuevo, a través del humo y de la nata. Ahí estarás, calculando, mientras vuelven las golondrinas y me imaginas tal vez, por qué no, por las calles del barrio.

Tú seguirás esos segundos eternos en el sofá volviendo a remover el café y dejando que las gatas arañen a placer. Retomarás en ese instante pequeño los nombres de los hijos que no vamos a tener para tacharlos por siempre de una lista de futuribles, nunca llamarás a tus hijos con los nombres que iban a tener los nuestros. Te despedirás calada a calada de las bromas internas, de los chistes compartidos, de las palabras inventadas entre los dos, porque nunca más conjugarás mal los verbos para que alguien se ría. Para fomentar la complicidad que tú y yo tuvimos tendrás que inventar nuevos trucos con otra gente. Y te invadirá en ese segundo infinito de ambiente lácteo y luz en descenso la pereza gigante de tener que conocer a otras personas, de fundar nuevas alianzas, de apretar nudos nuevos, “por dios qué pereza” dirás, y serán las primeras cuatro palabras que salen de tu boca desde que crucé por el pasillo dando un portazo que tarde o temprano, como un pasajero sin billete, me tocará volver a deshacer. Todo ese minuto eterno será un suspiro fuera de esa habitación cocina casa salón en la que ya no sabes si viviremos juntos. Y entonces, despiertas tu lengua y tus labios por las palabras al aire ese asqueroso, ácido y compacto que se ha quedado flotando, te levantarás despacito, estirarás las piernas y la espalda, apagarás la colilla del cigarro en la taza del café y saldrás del salón, andando tranquila, respirando la paz que te dejo y que empieza a limpiar el ambiente y que esperas que no rompa ni joda ni manche con una aparición asquerosa y sin orgullo en el último segundo de este minuto. Y darás pasitos de libertad hasta la puerta/portazo que ya no grita ni hace ruido, y con un leve giro suave del pestillo la abrirás, cansada, pero contenta, mientras llamas a las gatas, les enseñas la salida, y las empujas un poquito con el paso rítmico del pie de ballet hacia la calle fresquita de febrero. La calle de ese Madrid que era tuyo y mío y que será ahora de ellas, de mis gatas, que correrán calle Moratín abajo hasta el Retiro, para ser, desde ese minuto conciso y luminoso, y para siempre, libres.

Libres de mí. Y se gozarán Madrid como nunca, como tú harás, por fin. Todo eso pasará. Todo eso que está a punto de empezar a pasar, todo ese intenso e inmenso y definitivo instante que acabará días después conmigo pegando carteles de SE BUSCA por las esquinas del centro, comienza en este mismo instante en el que culmino nuestra discusión por todo lo alto, coronando mi último imbécil argumento con este sonoro, ridículo y (más tarde sabré hasta qué punto) portazo.

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