Bunbury en el mar de la tranquilidad

Nadie ha sabido a ciencia cierta jamás cuál es la emisora que mejor sintoniza en cada momento las antenas del corazón de Bunbury, por eso a nadie debe extrañar que el maño regrese ahora con un nuevo puñado de canciones cuando todavía no nos había dado tiempo siquiera a decirle adiós. Enrique publica nuevo disco, y como lo último siempre deja sin efecto lo anterior, ya nadie se acuerda del trance psicodélico en el que nos metió hace no tanto tiempo hacia mitad de la canción de N.O.M., uno de sus momentos más lúcidos en su ya de por sí interesante carrera en solitario (por mucho que les pese a los chicos del club Bilderberg). Pero a estas alturas ya sabemos todos que a Bunbury no le gusta que le pongan un dispositivo de localización, y que él es de los que piensa que la curiosidad salvó al gato.

El Puerto E.P. es, más bien, un álbum serie b, compuesto únicamente de cinco canciones, algo a lo que últimamente nos tienen acostumbrados los grupos indies, ávidos por existir constantemente, y que, sin embargo, para Enrique es la primera vez. Hay quien considera que sacar tanto material en tan poco espacio de tiempo (incluyendo su libro de poemas, Exilio Topanga) puede provocar que Bunbury acabe por acorralarse a sí mismo, pero él no quiere pararse a descansar. Quizás porque sabe que la muerte casi siempre te pilla durmiendo.

Si hay una canción que sorprende de este nuevo repertorio es, sin duda, Un hombre en el espacio, un tema antiguo, de su primera etapa en solitario, y que ya contaba con dos versiones: la buena (opción Gacías), y la no tan buena (la otra), si bien la grabación 2021 (remake de esta última) supera con creces a las dos anteriores (a pesar de haberle quitado el falsete en la parte C de la canción), alargando el final de manera genial con un toque soul que nos recuerda a Contradictorio y que nos hace ver una luz azul en medio de un cielo también azul. Pero sea la variante que sea, cada vez que la escucho se me vienen a la mente imágenes antiguas de astronautas en las distintas misiones Apolo grabadas con cámaras Súper 8 y, en concreto, acabo siempre pensando en Michael Collins, aquel tipo que se quedó en la más absoluta oscuridad, completamente aislado en órbita lunar, esperando a que sus dos amigos regresaran de donde se supone que habían ido a hacerse fotos, a la vez que simplemente les pedía una cosa: “Sigan hablándome, muchachos”. Y, posiblemente, no me equivoque mucho si digo que Enrique la escribió pensando en él durante el tiempo en el que el aviador se convirtió en el hombre más solo de la humanidad. Aunque también puede que en quien pensara realmente fuera en aquel astronauta de 2001, odisea en espacio, que acabó perdido entre agujeros de gusano hasta llegar a una habitación de hotel de donde, aparentemente, nunca más pudo salir. Y supongo que, Enrique, tanto en un caso como en otro se planteó qué pasaría por las cabezas de ambos cuando les tocara volver a casa y se preguntaran si los que se quedaron aquí abajo (principalmente sus esposas) ya se habrían olvidado de ellos. Así que, como si ésta fuera la nave de otra película, en este caso, de Interstellar, aprovechamos la pregunta que nos lanza Bunbury en la canción para grabar un video casero y que se lo ponga cada vez que lo necesite. Y la respuesta que le damos es un sí rotundo. “Te echamos de menos siempre, Enrique”. Y añadiremos: “Pero no es nada que tú ya no sepas”.  

En cualquier caso, cuando uno se detiene en escuchar la letra de la canción y es consciente de en qué momento la escribió, no le queda otra que intentar encontrar un significado a la misma. Y una de las posibles interpretaciones que se nos ocurren es que Enrique se sintiera por aquel entonces como uno de esos cosmonautas, perdido en mitad de las estrellas (en este caso, por voluntad propia), y se preguntara quiénes todavía le estarían esperando si algún día encontrara el camino de volver, en este caso a Héroes del Silencio. Pero, uno tiene la sensación de que Bunbury se ha adaptado a la ingravidez allí arriba mucho antes que nosotros aquí abajo, y ha encontrado en algún lugar del cosmos su particular Mar de la Tranquilidad, un lugar carente de cráteres donde alunizar cada vez que le apetezca clavar nuevas banderas, por lo que quizás la pregunta habría que formularla al revés, es decir, de nosotros a él, y saber si acaso él ya se ha olvidado de nosotros. Pero lo que algunos consideramos importante (que se asome de vez en cuando por aquí o nos mande una señal al menos para decirnos que está bien) no siempre es posible. Y aunque muchos consideren que ahora el cielo tiene menos estrellas que antes y que desde que Bunbury dejó Héroes las cosas dejaron de estar en el lugar que les correspondía, lo cierto es que lo que pasa por su cabeza no se parece en nada a lo que pasa por la cabeza de los demás, y mientras los seguidores de Héroes o del Huracán Ambulante esperan una y otra vez que grabe los discos que a ellos le hicieron felices, es decir, hacer algo así a los ojos de algunos como poner el piloto automático de la nave, a los ojos de Enrique es algo incluso más allá, es algo así como si el piloto automático encendiera a su vez a su piloto automático. Pero, a diferencia de lo que pasó con parte de su primera etapa en solitario o con incluso algunas de sus épocas con Los Santos Inocentes, uno tiene la sensación también con Héroes de que Bunbury no ha querido todavía darle al botón de vaciar papelera de reciclaje.

El tema espacial, por otro lado, es algo que Bunbury nos ha dejado claro últimamente que le apasiona enormemente (aunque todo el mundo sabe que no conviene sacar libros de ovnis de las bibliotecas). De hecho, en su último disco, Curso de levitación intensivo, ya nos hablaba de El pálido punto azul, un tema que posiblemente se encuentre entre las diez mejores canciones de su carrera en solitario, y en la que nos venía a decir que tampoco somos tan importantes en el universo, que el planeta Tierra solo es una gasolinera abandonada junto a una carretera secundaria en mitad de la nada, propiedad de un tipo con dientes sucios vestido con un mono gris lleno de grasa, y que él no va a parar ni un instante por lo que otros puedan opinar sobre su vida, ni siquiera aunque le escriban libros peores que la crueldad. Y es que ya hemos comprobado todos cuál es la temperatura del aburrimiento para algunos, gente llena de cables eléctricos por dentro, que no beben agua por miedo a electrocutarse. Y su declaración de intenciones hacia ellos ha sido, curiosamente, una preciosa canción de amor, Antes de desayunar, cuyo colchón instrumental recuerda al utilizado durante su unplugged, El libro de las mutaciones.  En la letra, advierte que vienen curvas, y en el vídeo nos viene a decir que está preparado para la pelea y que no se siente más seguro en ninguna otra parte que en los brazos de su mujer. Y con esto acaba por poner los últimos clavos en el ataúd de todos esos tipos sin brújula moral (narutos con el corazón tan vacío como parece y que corren de aquella manera para evitar que los hombres de negro les alcancen con sus armas de juguete), encerrándolos como a esos reactores antiguos de las centrales nucleares, es decir, muy lejos y, en concreto, cerca de la nada. Aunque en defensa de esos tipos diré que elegir precisamente a Bunbury para tratar de llenar de miedo su corazón quizá no fuera cosa del destino, sino simplemente, de mala suerte. Porque para lo que concierne a Enrique, todos ellos son nadie, y por eso les devuelve el golpe con una canción cantada de manera extremadamente melódica, con una entrada muy góspel de música de iglesia, porque la venganza solo está en mano de Dios y porque además es un trasto inútil (al menos eso dicen). Y porque mientras nosotros, desde fuera, vemos con impotencia el incendio que alguien ha iniciado a su alrededor, a él parece que el fuego no le importe demasiado.

Pero para canción bonita y bien cantada, la versión de El triste, uno de los grandes clásicos del cancionero sudamericano, un tema que quizás habría encajado mejor en su disco, Licenciado Cantinas, pero que ya sabemos todos que Bunbury es de esas personas a las que les estorba el contexto. Curiosamente, escondidas entre planos de la preciosa Daniela Aldana en el video clip, encontramos imágenes de portadas de álbumes de Héroes, y nos preguntamos entonces si no serán precisamente esas junto con el documental de Netflix sobre la banda las señales que estábamos esperando. Sea, como fuere, y aunque echamos en falta algo más de vientos en la canción, el desgarrador final nos recuerda a El Jinete, y nos abre la puerta a preguntarnos si no será acaso este género el que mejor encaja con los gustos actuales de Enrique, es decir, crooner con una banda cruce de rock y de orquesta, es decir, algo así como mezclar a Los Santos Inocentes con El Huracán Ambulante, en definitiva algo parecido a ese grupo de músicos que se subieron con él y Nacho Vegas al escenario durante las escasas presentaciones en vivo de El tiempo de las cerezas, circunstancia por otra parte que cada vez más seguidores piden, aunque Enrique es de esos artistas a los que le gusta tener la opinión de la gente al lado, pero no demasiado cerca, de ahí que entusiasme y decepcione a partes iguales con cada nuevo álbum, porque los discos están llenos de grandes canciones, pero no son las canciones que la gente espera. Y es que todo el mundo parece empeñado en saber qué es lo mejor que le conviene a Enrique para su carrera, y es posible que él mismo tenga momentos en que no tenga del todo claro hacia dónde ir, pero si hay algo de lo que no tiene ninguna duda y que nos ha repetido hasta la saciedad, es que lo único que quiere es que le dejen en paz, que tanto el rock como él saben cuidar de sí mismos. 

Y es que, para algunos, el descenso a la locura de Bunbury nunca va a parar hasta que Enrique haga el disco que ellos quieren, pero es que para ellos esas etapas de su carrera que echan de menos parece que fueran ayer, mientras que para Enrique definitivamente no. Y aunque estoy convencido de que cuando echa la vista atrás habría hecho según qué cosas de manera distinta, es cierto también que ese tipo de ideas normalmente se le ocurren a uno demasiado tarde, y además no da la sensación de que tenga ninguna prisa por cambiar el rumbo de lo inevitable. Si ya de por sí La Tierra gira a 465 metros por segundo, supongo que él pensará que qué necesidad hay de correr más todavía. Encima tiene la ventaja de que mientras cualquier otro necesita una pista de dos kilómetros para despegar, él apenas necesita unos metros, así que antes de que termine de desarrollar esos pensamientos que le vienen a su mente de vez en cuando, tiene ya otro disco en la cabeza y termina por esfumar siempre esa posibilidad. Y si encima cuenta con la colaboración de Leiva a modo de catalizador, como en el caso de El ritual del alambre, ese proceso se acelera. El placer genital que nos proporciona escuchar los sonidos sesenteros sensuales del tema en primera conjugación con las imágenes vintage de animación del video clip que trasladan nuestra mente a los antiguos dibujos de Scooby-Doo solo es comparable a los que ya nos pasó al escuchar voz limpia de Enrique en contraposición con la voz intencionadamente rota del ex de Pereza con Godzilla, la colaboración anterior de ambos. Y es que nos encontramos ante una belleza de tema que es, sin duda, un pinchazo de chincheta en el mapa de su carrera, melódicamente perfecta, como si hubieran contado, además, con la ayuda de quien enciende La Luna por las noches para guiarle en su aterrizaje, y con el que Enrique parece decir a sus seguidores que se encuentra perfectamente nadando en las aguas profundas de ese perfecto espacio negro que son las trampas frías en la periferia del Clavius, a las que nunca llega la luz solar, y que es una manera también de hacernos ver que no le importa tampoco alejarse de vez en cuando del Mar de la Tranquilidad con su LRV y asomarse por los cráteres, un riesgo que agradecemos y que, después de escucharla, no nos ayuda en absoluto a resolver la cuestión de cuál es la mejor canción de su trayectoria.

Hay algo en ella, en cualquier caso, que me recuerda a otra de esas canciones desconocidas de su primera época, Feliz año, salvo en la letra, cuyo mensaje se alinea más con el tema que cierra el disco, Despropósitos, la cual, instrumentalmente uno se la imagina bailando en brazos de una mujer adulta de nacionalidad extranjera a bordo de un crucero por el Mediterráneo y diciéndole alguna mentirijilla al oído. Porque uno tiene la sensación en esta canción de que intencionadamente la letra (mucho más realista, a lo Carver o Bukowski que poética, a lo Morrison) va por un lado y la música (cuyo sonido, especialmente la batería, me transporta a El Largo Mañana, de Rufus), por otro.

Y es que, a la vista de la evolución sonora y estilística de Enrique desde sus comienzos, incluyendo su manera de cantar -mucho más modulada que al principio de su carrera-, uno tiene la sensación de que Bunbury parecía ser de una manera cuando en realidad era de otra muy distinta, algo que también se traslada a las composiciones literarias, mucho más crípticas en su juventud, y mucho más directas en la actualidad, y en donde ha ido pasando de contarnos sus propios problemas en los primeros discos en solitario a contarnos los problemas de los demás en los últimos, para volver de nuevo a los suyos propios, como si estuviera tratando de arreglar ahora algo que en realidad no estaba roto y nadie se lo hubiera dicho. 

Pero a veces una cosa cambia y hace que todo lo demás sea diferente, y Enrique sabe que no se puede huir eternamente de un pasado, sobre todo si no se ha tenido la precaución de haber borrado todas las huellas. Así que la mejor manera que se le ha ocurrido para esconder un rehén que él no ha secuestrado (al menos, no él solo) pero del que todo el mundo se empeña en hacerle único culpable ha sido componiendo canciones geniales durante casi un cuarto de siglo ya, como las incluidas en este E.P, que se nos ha hecho excesivamente corto, dicho de paso, y que recomiendo escuchar con pantalones de campana y camisas de lunares, tumbado en el césped en mitad de la noche y poniéndole nombre a las estrellas. Porque allí arriba, en algún lugar de ese observatorio de La Tierra, como es La Luna, sentado a lo Tommy Lee Jones en Space Cowboys, encontraremos a Enrique, silenciando los motores que de vez en cuando se escuchan por allá, y haciendo lo que mejor sabe, que es, básicamente, hacernos felices. 

Y quizás vaya siendo hora ya de devolverle todo el préstamo que nos ha concedido durante todos estos años, y muy especialmente durante la pandemia, por habernos hecho la vida más fácil a través de esta trilogía, que empezó en Posible y que cada uno verá a su manera, como esas imágenes que se forman solo en nuestra mente cuando miramos las nubes del cielo. Y debemos devolvérselo con intereses y en valor absoluto, como se debe hacer con todo lo que tiende a infinito. 

Porque, con Enrique siempre pasa lo mismo. 

Que él pone las canciones. 

Y nuestro cerebro hace el resto.

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